La Alpujarra de Pedro Antonio de Alarcón

GUÍA DEL VIAJE A LA ALPUJARRA DE PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN (SESENTA LEGUAS A CABALLO EN DIEZ DÍAS)
Que tal era la índole de aquel viaje; y tal tiene que ser por ende la condición del presente libro: buscar y describir unas peñas, un árbol, un monte o una playa con el propio afán y la misma delectación que si se tratase de la Basílica de San Pedro


El Valle de Lecrín

El día 3 de abril de 1872, reinando Amadeo de Saboya, se celebraban elecciones generales en España. Pedro Antonio de Alarcón volvía a presentarse como candidato liberal, ahora en la oposición, por el distrito de Guadix. Llevaba entonces dieciocho años ininterrumpidos de actividad política. Desgraciadamente, a principios de marzo sufrió la pérdida de su hija pequeña, Petra, y estaba decidido a abandonar la campaña electoral. Todavía recordaba con mal sabor los incidentes de la última campaña, en la que sus partidarios (¿secuaces?) hubieron de defenderse de sus contrincantes a tiros (“los escopeteros de Guadix”, llamaba a aquellos la prensa de Granada). Pero su familia y un amigo, Federico Hoppe y de Ruteel candidato por Albuñol Federico Hoppe y Rute  (“Mi compadre era aquel excelente amigo de Madrid que iba a la Alpujarra a asuntos propios”) le animaron a viajar a Granada. Ha vencido en las cuatro últimas convocatorias y el autor estaba seguro de un nuevo triunfo. La prensa madrileña también lo daba por descontado ("En Guadix combate el gobierno al Sr. Alarcón, pero cada día tiene que cambiarse el nombre del candidato oficial, pues ninguno acepta una empresa tan difícil", Diario La Esperanza, 30/3/1872). 

Con esta confianza se desentendió de la campaña electoral y prefirió acompañar a su amigo, que contendía nada menos que con el ministro de Guerra, el general Rey, a la Alpujarra. Desde pequeño había tenido la ilusión de contemplar el mundo fantástico que se ocultaba detrás del misterioso Puerto de la Ragua, la región donde combatió el mítico héroe morisco Aben Humeya, cuyos restos descansaban en Guadix, por mandato de don Juan de Austria. Hacía tiempo que sus obligaciones le impedían viajar, así que aceptó el envite y se decidió a emprender la aventura de explorar el peligroso territorio de la Alpujarra.  
Itinerario seguido por Pedro Antonio de Alarcón



Cuando Pedro Antonio de Alarcón contaba solamente nueve años,  un erudito y académico correspondiente de la Historia le inculcó la pasión por lo árabe (sin duda, el mismo académico que asiste a las tertulias del molino del tío Lucas y de la rebotica del Niño de la Bola). Desde entonces sintió “un culto filial a Sierra Nevada, un no sé qué pueril devoción a los moros, ingénita a los Andaluces; la privación, los obstáculos, la novedad y el peligro, conspiraban juntamente a presentarse como interesantísima la excursión a la Alpujarra”.


Utiliza el término  Alpujarra, en lugar del plural empleado por la Academia (Alpujarras), por ser el que siempre ha oído en Guadix y en Granada. La comarca, según él determina,  corresponde a “todo el terreno comprendido entre Sierra Nevada y el mar, y encerrado luego, como en un rectángulo, por las sierras laterales; es decir: todo lo que queda dentro del horizonte sensible que se abarca desde las cimas del Cerrajón de Murtas; todo lo que sería un solo valle, a no existir la Contraviesa; todo lo que, visto desde el mar de Albuñol, mirando al Mulhacén, tiene, en fin, un cielo común...”  El perímetro son las once leguas de longitud que van Órgiva a Ohanes y las siete del Veleta a Castell de Ferro (“midiendo siempre a vuelo de pájaro”). Recorrido en distintos sentidos, el autor hace las sesenta leguas del título (1 legua/ 6 km aprox). Son sesenta y cinco pueblos en los que vivían ciento quince mil personas aproximadamente.



El día 16 de marzo llegó con su acompañante a Granada. Allí le aguardaba, venido de Guadix, su primo Pepe (“más semítico que jafético, a quien quiero como a un hermano”). El día 19 de marzo, a las ocho de la mañana, partieron en la Diligencia de Motril, de la empresa La Motrileña, que quizá tomaron en la casa de postas de Puerta Real, creada en 1870, y que disponía de una taberna que ahora ocupa Casa Enrique, también conocida como "El elefante". Inicia un viaje que tiene mucho de peregrinación.
La diligencia sale por el puente que entonces se llamaba de La Zubia, mandado construir y costeado por Ibn al-Jatib en el siglo XIV, y dejan atrás el Humilladero.(“Insensiblemente, fuimos subiendo de la junta del Darro y del Genil”).

Los tres ilustres viajeros ocupan los asientos postreros para disfrutar mejor del paisaje. Desde su posición contemplan los Llanos de Armilla (“desconsolado yermo, enclavado, como un oasis negativo, en medio de una llanura siempre frondosa, para más lucimiento y realce del edén que lo rodea”). Pasaron “el alegre pueblo de Alhendín” y luego ascienden al Puerto del Suspiro.


 Cuando pasamos por la Venta del Suspiro del Moro eran las diez menos algunos minutos.
Estábamos a dos leguas y media de Granada. Desde allí se distinguía, como desde un mirador, no sólo la ciudad, sino toda su comarca, toda su campiña, todo su cielo esplendoroso: panorama inmenso, deslumbrador, matizado de mil colores e inundado de una luz de paraíso, siquier velado en algunos puntos por tenues girones de transparente niebla, entre cuyas rotas gasas relucían las acequias y los ríos, como cintas de cristal, o salían, del seno de pardos olivares y de los pliegues de graciosas  colinas, modestos campanarios y azuladas columnas de humo, marcando la situación de numerosos lugares, aldeas y caseríos...


Granada, se veía blanquear a lo lejos, tendida en los cerros umbrosos de la Alhambra y del Albaicin, como una odalisca envuelta en cándido alquicel, echada sobre oscuros almohadones... Ya no se percibían sus pormenores y detalles... Sólo se divisaba una elegante ráfaga de blancura, intensamente alumbrada por el sol, bajo el risueño azul del purísimo firmamento.


Pasado el Suspiro del Moro observa Alarcón que la “divisoria de las aguas había quedado atrás. Todas las vertientes iban ya al Mediterráneo, y la misma Diligencia, como rindiendo también vasallaje al mar, distante todavía nueve leguas, empezaba a rodar cuesta abajo, con gran contentamiento de las mulas.”
En El Padul se releva tiro y entran en el partido judicial de Órgiva y en el maravilloso Valle de Lecrín (”Lecrin, en árabe, quiere decir alegría. Este solo dato os hará formar juicio de la amenidad y belleza del territorio que íbamos a recorrer; belleza y amenidad que seguirían creciendo, sempre crescendo, hasta llegar al célebre Lanjarón...”).


El Valle mide tres leguas de máxima anchura, por cinco de longitud (…). Forman la desigual cuenca del Valle, toda tapada de arboledas, sembrados y cortijos, los estribos laterales de Sierra Nevada y una hija suya denominada la Sierra de las Albuñuelas; y riéganla nada menos que cinco ríos, amalgamados a la postre en uno solo.


Porque el Valle no es una concavidad lisa, como suelen serlo todos los valles, sino que contiene fértiles colinas y hondonadas interiores en que se abrigan sus diferentes pueblos... según veremos más adelante.


Después la diligencia transita por la bulliciosa ciudad de Dúrcal, que contrasta con el Padul (“El Padul nos había ofrecido la serena placidez de la montaña: Dúrcal nos ofrecía el gracioso júbilo del llano.”)
A un cuarto de legua de Dúrcal pasamos sobre el río Torrente (…) Entre el origen del río Torrente y el del Dílar, que brota al otro lado del mismo monte, sólo median algunos centenares de metros, y, sin embargo, estos dos camaradas de la infancia, hijos acaso de un mismo venero, no vuelven a verse ni aproximarse nunca, recorren comarcas contrapuestas, y cada uno va a morir a un mar distinto: el Torrente en el Mediterráneo, y el Dílar en el Océano; el primero por Motril, confundido con el Guadalfeo, y el segundo por Sanlúcar de Barrameda, revuelto con el Guadalquivir.


 Luego la carretera se adentra en el Valle. Talará es un  lugar tan gozoso como su nombre, y está junto a otro pueblecillo de setenta y seis casas, anejo suyo, distante de él media legua, y denominado Chite. Diríase que este nombre le manda callar al otro.  ¡Chite!... sinónimo de ¡silencio!

Al salir  de Talará, la Sierra gira hacia Levante; ya se ve el otro lado de la Sierra, aunque la carretera sigue hacia el sur.


Pinos del Rey, o Pinos del Valle (que de los dos modos se llama), dista de la carretera un kilómetro. Al Sur del Valle, los montes franquean a la vista el cielo del mar. Alarcon habria enloquecido de saber que alli nacio y vivio la madre de su ìdolo Espronceda, doña Carmen Delgado.


 A habrzquierda  queda el lugar de Mondújar, todo escondido en un pliegue de la Sierra... Allí fue donde pasó sus últimos años y espiró el viejo rey Muley Hacen.


 Defendido de los vientos de Norte por un disforme cerro llamado Mataute, y rodeado también de todo género de árboles floridos está Béznar. 


Dijimos del Padul... que era alegre; de Talará... que era gozoso; de Dúrcal... que era risueño. -De Béznar digo... no ya que se sonreía, sino que se reía a carcajadas.


En efecto: nada más alborozado que aquel pueblecillo, situado en medio del Valle, cuya espléndida lozanía verdegueaba al final de todas sus arábigas callejuelas.


Las casas, generalmente pobres y de aspecto morisco, disimulaban su vejez bajo una flamante capa de cal, como en las ciudades africanas, y hacían olvidar su modestia con las flores, con las jaulas de pájaros, con las ramas de naranjos y limoneros y con las emperejiladas mujeres que decoraban sus balcones, sus puertas, las tapias de sus corrales y las cercas de sus huertecillos.


El puente del río Tablate señala el comienzo de la Alpujarra. Su  único, brevísimo ojo, tiene nada menos que ciento cincuenta pies de profundidad.


Aquella cortadura del único camino medio transitable que conduce a la Alpujarra es una de las principales defensas de este país, su llave estratégica, el foso de aquel ingente castillo de montañas.


En cuanto a nosotros, pocos momentos después de pasar, sin peligro alguno, el Puente de Tablate, tuvimos también la dicha de llegar sanos y salvos a la Venta del mismo nombre.


Esta Venta, llamada además de Luis Padilla (no sé si por referencia a su fundador, a su propietario o a su inquilino), ocupa una posición tan estratégica, bajo el punto de vista hostelero, como el Puente bajo el punto de vista militar. Aquel paraje es un foco de caminos (un fondac, que dirían los moros), donde se cruzan todos los días los viajeros y trajinantes de la costa, los de Granada, los del valle y los alpujarreños.


Para la Alpujarra, sobre todo, la tal Venta es, ya que no su puerta, una especie de aduana o portazgo avanzado sobre las vías oficiales de los hombres.


De allí arranca la senda de lo desconocido.


En prueba de ello, la Diligencia, no bien nos dejó en tierra, siguió adelante hacia el Sur, para bajar como despeñada al Mediterráneo, mientras que nuestro camino amarilleaba hacia el Oriente, al  modo de una flotante cinta, y desaparecía luego entre las montañas en busca de Lanjarón...


 En la Venta (actalmente conocida como Venta de las Angustias) esperan los criados “granadinos del Albaicín... de pura raza que nos tenían ensillados los caballos, antiguos conocidos nuestros”; allí almuerzan (“a la navaja, por supuesto como se almuerza a la una de la tarde, cuando se está viajando”). En la venta se añade al grupo un guía de Pinos del Valle (“Éste era un ilustrado y amabilísimo joven, tan bizarro como discreto, a quien no tardamos en querer muy de veras”)


A las dos en punto montan a caballo. Tardarán media hora en llegar a Lanjarón por un camino carretero, que recorre todos los días un coche especial que va Granada.


 Repentinamente, -como cuando, al acabar una brillante sinfonía, después de una pausa o de un pianissimo, estalla de nuevo la interrumpida stretta finale, y el imponente tutti del graduado crescendo llega al fortissimo y al strepitosso, semejando una tempestad de armonía; -así, pero no así, sino de un modo más sorprendente, que diría un poeta épico; -al revolver de una loma; al esquivar un viso; cuando menos lo esperábamos... apareció a nuestros ojos Lanjarón… Lanjarón, célebre en el mundo por la hermosura, fecundidad y riqueza del edén que lleva tal nombre y por la virtud de las aguas que allí se toman.

Están al pie del Veleta, que se levanta “casi verticalmente, áspero, altivo, abrumador, en toda la plenitud de su tiránica potestad”. Junto a él, “Cerro Caballo, magnate del susodicho califato, cubierto también de nieve ante el rey”, y debajo de éste, “una segunda meseta, donde se encuentran mármoles parecidos al ámbar y al nácar, el llamado jaspe verde de Granada (que no es otro que la serpentina)”, que es el Cerro de Lanjarón .

Este Cerro, loma o estribo, que todavía principia donde nunca ha reinado la primavera, y termina, debajo de nosotros, donde nunca ha reinado el invierno, no tiene tal vez igual en el mundo. Él solo, independientemente de la inmensa estratificación que acabamos de reseñar, ofrece el aspecto de una ciclópea torre de pisos, por el estilo de esas torres de Babel que se atreven a dibujarnos los ilustradores de la Biblia; o, más bien, simula un descomunal anfiteatro convexo, más alto que ancho, en cuyas gradas ha escalonado la Naturaleza una prodigiosa exposición de todo el reino vegetal.


Allá arriba, donde un perpetuo frío achica los robles, las encinas y los castaños, se crían el liquen del Spitzberg, la sablina de Noruega, el quebrantapiedras de Groenlandia y los sauces herbáceos de Laponia. Más abajo, donde los castaños y las encinas se agrandan, y aparecen ya los cerezos y manzanos silvestres, con los tejos, el boj, los aceres y los alisos, prodúcense la salvia, una manzanilla especial, la mejorana, el ajenjo, y otras plantas aromáticas y alpinas. Luego siguen los morales, los fresnos y las higueras: después los olivos, las vides y los granados: a continuación los naranjos y los limoneros; y, por último, la africana pita, la higuera chumba, el plátano de América y la palmera de los desiertos de Arabia. -Añadid a esto, en ordenada progresión, todos los demás frutales, flores, semillas y cereales de las tres zonas en que se divide la Tierra, pues de ninguno falta allí un ejemplar, y formaréis una leve idea de la riqueza de aquel vergel, tan curioso como productivo. Pues ¿qué diré de su hermosura?

Lo que yo puedo asegurar es que, en marzo, cuando lo vimos nosotros, parecía un verdadero paraíso; pues, en la base del cerro, todo era ya verdor, y hasta fruto; en su cumbre, abundaban aquellos árboles que no pierden sus hojas en el invierno; y, en la parte intermedia, los almendros, los guindos, los cerezos, los perales y los durasnos, si no tenían hojas, tenían algo mejor: tenían flores, -ora cándidas, ora rosadas, ora bermejas, asemejándose a esos árboles fantásticos que creemos inverosimilitudes de la escenografía. -Combinad ahora todo esto con infinidad de espumosas cascadas, con las pintas rojas de las naranjas o las amarillas de los limones, con los vistosos matices de las piedras, con el blanco de la nieve y con el azul del cielo; agregad, en primer término, las bruscas líneas de las casas, la torre de la iglesia y el humo de los hogares, sirviendo como de alma humana a aquel portentoso conjunto; figuraos, en fin, al sol y a la sombra, con sus poéticos pinceles, armonizando colores, dulcificando tintas y estableciendo el pintoresco claroscuro de una composición tan prodigiosa, y tendréis otra leve idea del arrebatador espectáculo que había aparecido ante nuestros ojos.

A la salida de Lanjarón, los viajeros se recrean en un viso desde el que se disfruta” la más recomendada vista de aquel delicioso pueblo y se descubre también (por la vez postrera) todo el ameno Valle de Lecrín...”

Órgiva

A continuación pasan por unas cañadas secas y solitarias,  “un terreno al parecer tan ingrato y fastidioso como el que sirve de compás o de atrio a la Alpujarra”. Cuando el paisaje se abre, el olivo anuncia la presencia del hombre.


En seguida empezó a descorrerse ante nuestros ojos un pintoresco paisaje, que constituía otro oasis de la Sierra, bastante parecido al de Lanjarón. Y, por último, en medio de él, sobre una colina, en la confluencia de una rambla y de un valiente río, vimos surgir por grados, primero dos torres gemelas; luego la iglesia a que pertenecían las dos torres, y, finalmente, el apiñado caserío de una extensa población...


Estábamos en Órgiva.(…) La actual villa de Órgiva, conserva todo su prístino carácter arábigo, así en la red de sus estrechas, tortuosas y pendientes calles, como en la disposición de sus casas, como en su fisonomía general, -que ofrece una pintoresca amalgama de jardines, terrados, azoteas, bajas tapias, erguidas torres, verdes huertos, viejos muros y simétricas fachadas a la moderna, -todo esto cuajado de macetas, cajones, toneles y cacharros de varias formas, llenos de diferentes plantas, que esperaban a la sazón una sola caricia del Sol en Aries para cubrirse de gayas flores...

Desde Órgiva se contempla Trevélez, donde recuerda Alarcón que se crían los jamones preferidos por Rossini, inventor del jamón con tomate: “Rossini, el inmortal Rossini, el primer glotón de la glotona Italia, hablaba de ellos con frenético entusiasmo”; “su paladar epicúreo habría llegado a advertir lo bien que cae el agrillo del tomate a las ancas del paquidermo  de Trevélez”. Junto a Trevélez, el barranco de Poqueira, cuyos pueblos no visita, pero describe desde la perspectiva de Órgiva. Recuerda que en Pitres, pueblo entre dos ríos trucheros y de hermosos nombres, el Bermejo y el Sangre, vive retirado un amigo suyo, exdiputado en Cortes.
Órgiva. Siglo XIX
En Órgiva Alarcón se hospeda en la Posada del Francés, también conocida como "la del Chirro", junto a la iglesia (en el resto de pueblos se alojará siempre en casas particulares). Allí los cuatro viajeros se encuentran con seis nuevos amigos. Más seis criados, la expedición la compone dieciséis personas.


Los seis allegados eran Don José de Espejo, de Murtas, a quien el candidato conocía de antemano. El siguiente en edad  era un noble de trato franco y aspecto imponente, y el tercero era párroco de Albondón y Diputado Provincial, Don Ramón Santaló y Molina. Los otros tres eran parientes suyos.  A la escueta luz de dos candiles cenan paella en una sartén y toman aguardiente y café, té o manzanilla de la Sierra (“Cada uno tiene su modo de matar las pulgas”). La sabrosa tertulia nocturna gira alrededor de la próximas elecciones y las posibilidades de su "queridísimo amigo mío" el sempiterno candidato orgivense Antonio Mantilla, que ganaría las elecciones con 6727 votos sobre 9758 votantes (el periódico republicano La Idea pedía en su número del día 17 de marzo que las elecciones libraran a Granada de "la vergonzosa tutela de los Alarcón y los Mantilla". 

Luis Seco de Lucena en La Alpujarra. Siglo XIX


Al día siguiente, el grupo parte hacia la  Contraviesa. Alarcón relata con gran viveza el despertar de los viajeros, en unas líneas imprescindibles:


La del aguardiente sería, que no todavía la del alba, cuando quiso Dios que cantara un gallo a lo lejos, al cual le contestó otro más cerca, y luego otro en el corral del Francés;  (…) y, un instante  después, principió a sentirse algún movimiento en el piso bajo de la Posada...


Oyéronse, pues, sucesivamente chirridos de llaves y de goznes de puertas que se abrían; trastazos de tropezones; toses vitalicias; pasos remotos; gritos bruscos que sólo entienden las bestias; coces sonando sobre tabla; juramentos, relinchos, maldiciones; otros pasos más próximos, recios como trancazos, ganando poco a poco la escalera; y, finalmente, tres furiosos golpes, aplicados a la puerta de nuestro cuarto, y una espantosa voz, semejante a un tiro, que, traducida al cristiano, había querido decir: «¡Arriba!»


Abrí la puerta, y el Día, representado por un candil y por un plato lleno de copas de aguardiente, penetró en aquel calabozo, en aquel hospital de sangre, en aquel campo de batalla cubierto de heridos, o en aquella Sala del Tormento digna de la Venecia de los Dux, anunciando a tanta y tanta víctima como yacía con botas y espuelas sobre un colchón continuo, formado por la yuxtaposición de muchos colchones, que había llegado al fin para todas ellas la hora de la libertad, de la convalecencia,  la misericordia.


-¡Arriba! -contestaron, pues, los nueve compañeros de cama.
¡Vamos a Albuñol! -agregó no sé cuál de ellos, recreándose de antemano en el término de una jornada que no sabía cómo principiar.
Y se sentó en la cama.
-¡Pecho al agua, caballeros, que es medio día! -gritó al fin un valiente, dando un brinco y abriendo de par en par el balcón, a fin de que los menos diligentes perdiesen toda esperanza de dormir algo...
Y se encontró con que era tan de noche a la parte afuera como a la parte adentro de los cristales.
-¿A quién la pego un tiro? -preguntaba entre tanto, en correcto andaluz, el mozo de la Posada, apuntando con la botella a las copas y con las copas a la asamblea, e indicando de aquel modo que el aguardiente era legítima bala rasa.
-¡Nulla est redemptio! -gimió entonces el más rezagado.
Y todo el mundo se encontró de pie. 
Eran las cuatro y media de la madrugada; esto es, las cuatro y media de la noche.


Llevan dos jamones, un gato de vino, naranjas y pan.


La Contraviesa


A la salida vadean el río (“¡Vaya si es impetuoso!”) y escalan el Puerto de Jubiley (“Senda de cuidados y martirios, que solo frecuentan varones de gran abnegación y desprecio del mundo”, lo había descrito Ibn al-Jatib), hoy apenas "una cuesta de preñás", que dice mi amigo Antonio.


Abandonan el caluroso lecho del río Cádiar y a las nueve llegan a Torviscón.  En la ciudad “favorita del sol” descansan media hora  y tras dos horas de angustias por una pendiente insufrible alcanzan la encina visa, que por su frondosidad, envergadura y follaje servía de referencia a caminantes y marinos, en el Cerro Chaparro, desde donde se contempla una maravillosa vista del mar, e incluso se puede atisbar  la costa africana. El Mediterráneo forma una bóveda, no se ve debajo como una llanura, sino enfrente de los viajeros, como un telón “cual si fuese una inconmensurable sierra de agua”. Era las tres de la tarde y están a dos horas de Albuñol, así que aprovechan para echar una siesta. La Alpujarra aparece como “una montaña de ojos negros…, es una saludable odalisca, o, cuando más, una peri, una  hurí, una divinidad, en suma, de carne y hueso, prometida por el Corán a los méritos de los musulmanes”.

En la Contraviesa  abundan las almendras, los higos y las uvas. Estas se encierran con corcho molido en cajas y se conservan años sin pasarse.

Al acercarse a Albuñol se ven palmeras, flores y frutos. Ya han llegado las primeras golondrinas, que, recuerda Alarcón, en  Guadix, no llegan hasta San Felipe o Santiago. Cerca de Sorvilán   pasan el Tajo de Álvarez, donde es leyenda que se despeñó un pastor mientras recolectaba miel y el Cerro de las Covezuelas, del que cayó una vieja que llevaba un saco de lentejas, que fructificaron antes de que la vieja llegara al fondo del abismo.

A las seis llegan a Albuñol por la rambla de la Rábita (verdadero boulevard de la Alpujarra).  Se hospeda frente a la iglesia, en la casa del conde de Santa Coloma, gracias a la generosidad de su administrador, don Cecilio de Roda y Pérez (su padre, Miguel de Roda Craviotto, había ocultado al conspirador  Espronceda en su cortijo Los Navazos; y su hijo, Cecilio Roda López, sería director del Real Conservatorio de música de Madrid): "Dicha tribu es, sin
Familia Roda. Caciques de Albuñol
duda alguna, la principal de la Alpujarra". El balcón de la acogedora habitación que ocupa el accitano da a una huerta en la confluencia de dos ramblas. Se encuentra  "al joven alcalde primero de Albuñol a quien había conocido yo hacía algunos años... en lo alto de la columna de Vêndome de la capital de Francia, y el cual sabe de Bellas Artes, de arqueología, de numismática, de cerámica y de otra muchas cosas". Se trata de Juan Rivas Ortiz, hermanastro de Natalio Rivas, que entonces tiene siete años, y recordará más tarde ver al escritor jugar al tresillo y dando muestras de su ingenio y simpatía. Estaba feliz paseando entre huertos de limoneros y naranjos; para Alarcón Albuñol es un pueblo moro; blanco, alegre y luminoso.
Juan Rivas Ortiz
La siguiente etapa es Murtas. Entre ambos pueblos, Alarcón es sorprendido por la belleza de los alrededores de Albuñol (siente  “la misma delectación que si se tratase de la Basílica de San Pedro, de la Venus de Milo o de las ruinas de Pompeya”); las Angosturas, la Cueva de los Murciélagos y la sobrecogedora Encina Visa.

En Murtas se hospeda en casa de su amigo José de Espejo y Godoy. Es un pueblo cristiano, pardo, grave y lúgubre. Lo contrario de Albuñol. Este se divisa desde lejos; Murtas no se ve hasta que se está entre sus calles. Antes de iniciar las excursiones se desayuna gachas de caldo colorado muy picante y aguardiente; bromea cuando le ofrecen chocolate caliente diciendo que eso “es bueno para las monjas”.

Cerca está el cortijo cuyo dueño suele convocar a los vecinos a toque de caracola marina; los bailes de Murtas se acompañan de guitarra, bandurria, platillos, y, como caso excepcional de la Alpujarra, con violín (quizá se refiera al Cortijo de los Martos).

El camino que siguió Pedro Antonio de Alarcón en distintas excursiones lleva a  Mecina Tedel, colgado a espaldas del mismo cerro de Murtas. Los caballos bajan por trancos de piedra hasta el Arroyo de Mecinillas, y suben por un camino de lagartijas, por una pared cóncava de color ceniza.

Al otro lado del Arroyo de Mecinilla se pasa el Castillo de Juliana, nombre de  origen incierto.

En Jorairátar se arremolinan piedras rotas, peñones desgajados, mezclados provenientes tanto de la Contraviesa como de la Alpujarra. Está permanentemente amenazado por un gran peñón. Tiene castillo moro y es patria de dos amigos de Alarcón, el obispo Esteban José Pérez Fernández y el exdiputado en Cortes Ricardo Martínez Pérez. También de un criminal cuyos hechos le asustaron en su infancia. El tuerto de Joraráitar era un aceitero que asesinó a otro pasajero en la Venta de Ferreira y fue juzgado en Guadix. Gracias a la mediación del padre del novelista, le fue conmutada la pena de muerte por diez años de prisión y quedó fijada en la memoria de Alarcón la visión del rostro desalmado del asesino, de quien se entera que pudo terminar sus días en Jorairátar. En el pueblo lo atendió un anciano, hermano de Cecilio de Roda.

Cádiar, Laroles, Ugíjar, Murtas


Llegando a Cádiar “toda Sierra Nevada estaba ante nuestros ojos… desde el boquete de Tablate hasta más allá de laroles, punto extremo al que se dirigía nuestra peregrinación, como un afiteatro, en cuyo graderío se asentaban más de cuarenta pueblos (…) Alzado sobre aquel catafalco, cuya magnificencia tenía mucho de fúnebre y de triunfal, enseñoreábase el Mulhacén, en perpetua apoteosis”.



El olivo de Aben Humeya


Imbuido de espíritu morisco, Pedro Antonio admira en Cádiar la que debió de ser residencia de Aben Humeya y el olivar donde supuestamente fue coronado.  En el retablo de la iglesia de Narila, a la que llama el Versalles de la corte de Cádiar, admira los retratos, hoy desaparecidos, de Juana la Loca y Felipe el Hermoso, fundadores del templo. Es una de los escasas menciones a obras artísticas de la obra; el autor prefiere las descripciones de paisajes naturales o costumbres y anécdotas. En Narila, es forzoso que recordemos a los poetas hermanos Enrique Morón y Juan J. León, que tanto han vagado, reído y escrito por estas veredas.


Desde Narila, la comitiva de Alarcón se dirige al otro anejo de Cádiar, Yátor, situado a orillas de un impetuoso río, extrañamente cantado por Zorrilla.


No dejan de escalar “las recias olas de arcilla y arena que caen de la sierra”, hasta pisar nieve en Yegen. Admira el bosque frondoso de encinas, espinos, sauces, nogales y almeces, “solo falta el tétrico pino, símbolo obligado de las montañas septentrionales”. Desde Yegen se otea el mediterráneo y se contempla casi toda la Alpujarra. Embargado por la emoción de quien se considera “moro bautizado” confiesa que “lo que más nos sorprende, seduce y enamora, es la tierra de África”. Quizá exagera cuando dice que distingue puntos blancos que son casas, sepulcros y morabitos.


En Yegen durmió en casa de unos amabilísimos recién casados (“aquel hogar todavía disputaba el alegre Cupido al grave Himeneo”). Se sorprende al ver “junto a la nieve derretida, granados en flor, opulentos olivos y naranjos llenos de fruto”.

A pocos minutos de Yegen está Válor, formado por dos barrios separados por un hondo torrente que se salva por un puente árabe de un solo ojo, muy parecido a los que Alarcón retrató en Tetuán.

Pasado Nechite, una cuesta de una legua conduce a Mairena, donde el escritor encontró a un amigo suyo de Guadix, antiguo compañero de la Tertulia y de la cofradía del Santo Sepulcro. Entre  castaños, nogales y encinas, se llega a Júbar, desde cuyo mirador se ve el mar y el boquete del Andarax, por donde sale el sol.

A una legua está Laroles, al pie del Puerto de la Ragua, donde inevitablemente evoca su infancia, y a su padre, ya desaparecido.  No se atreve a cruzar el puerto donde "no pocos han muerto helados". Es Jueves santo y víspera del final del viaje, y el accitano se siente especialmente triste (“Más tarde nos asomamos a un balcón a fin de contemplar la Alpujarra a la luz de la luna ¡Era la última vez que podríamos disfrutar de aquel grandiosísimo espectáculo!).

Parten de Laroles a las seis de la mañana. A la media hora pasan por Picena, cuyos hombres viven mayoritariamente en la minas de la Sierra de Gádor. A media legua está Cherín, a orillas de un río entre alamedas, que viene de la Ragua y desemboca en Adra. Este río es la frontera de Almería y Granada. En Cherín es agasajado por el joven médico del pueblo. Allí divisa el valle de Laujar, que cruzaron camino del exilio de Marruecos los reyes El Zagal y Boabdil.
La plaza de Ugíjar; ahora, sin soportales
Ermita de San Antón


A las doce está en Ugíjar. Como es Viernes Santo, pasa de largo y descansa en las afueras de la capital de la Alpujarra; pero tiene ocasión de admirar las calles limpias y empedradas; la plaza, llana, extensa, con soportales; las casas con grandes balcones embellecidos con elegantes visillos. Le asombra la iglesia, que fuera colegiata; el antiguo convento de franciscanos, cuya iglesia se ha convertido en teatro; el agradable paseo a la ermita de San Antón y a la fuente del Arca; o el que frecuentan los currutacos, de la plaza de la Constitución a la de los Caños. Los campos de Ujígar son los más tempranos de toda Europa en dar legumbres, frutas y flores.

En el cortijo de Unqueira, a las dos comieran frugalmente bacalao y naranjas y aguardaron  a las tres para partir. Volvieron a pasar por Cojáyar y Mecina Tedel  cuando un nubarrón oscurecía el Cerrajón. Al atardecer entraron en Murtas a la vez que un viento espantoso y un fuerte aguacero descargó en el pueblo.

Era el 29 de marzo de 1872.


Diario La Prensa, 5 de abril de 1872


De aquí se desplazó a Guadix para asistir a la jornada electoral del 2 de abril. Pedro Antonio de Alarcón perdió de forma ajustada las elecciones, en favor del otro candidato, Antonio Quevedo Donis, del partido de Sagasta (que obtuvo 1214 votos por 1148 de nuestro Padeaya; aunque pudo demostrar ante la comisión de reclamaciones de actas que había obtenido 1470 votos más que su contrincante). Este parlamento se mostrará inoperante, se celebran nuevas elecciones en agosto; el 11 de febrero abdicó el rey  y el mismo día se proclama la I República. Alarcón  abandona la política y se entrega a la actividad literaria.

En marzo  de 1873 se retira a un cortijo de Casatejada (Cáceres), propiedad de su amigo Joaquín Boix, y allí recopiló y revisó sus notas de viaje (de las que se conserva un cuaderno), y redactó su libro, La Alpujarra, terminado el mismo día que el escritor cumple 40 años. Luego vendrá su retiro en Valdemoro y la gloria de sus grandes novelas, El sombrero de tres picos, El Escándalo, El Niño de la Bola, La Pródiga, etc.

Ángel Ganivet juzgó acertadamente la obra sobre La Alpujarra como "un poema natural y religioso, que será una epopeya en prosa cuando los españoles olviden escribir".






























Comentarios

Unknown ha dicho que…
Me ha encantado el artículo y me han encantado las fotos. Un blog más para seguir. Un saludo!
Anónimo ha dicho que…
Hola Antonio, en este fragmento se refiere Pedro Antonio a Torcuato Tarrago? "Pasado Nechite, una cuesta de una legua conduce a Mairena, donde encontró a un amigo suyo de Guadix, compañero de la cofradía del Santo Sepulcro." Es que intentado localizarlo en el libro de La Alpujarra, pero no lo encuentro
Un saludo
padeaya ha dicho que…
La referencia al amigo encontrado en Mairena está en la SEXTA PARTE, V (Mairena, quinta estación). El amigo referido no podía ser Tárrago, con quien estaba enemistado desde que PAA fuera elegido por primera vez diputado en Cortes (1863), sin duda por celos o envidia del famoso folletinista. Además, dice que el amigo era alpujarreño y vivió solo circunstancialmente en Guadix. En 1872 Tárrago se había hecho carlista (seguro que por llevar la contraria al clan de los alarcones), había sido destituido de su cargo de director de la Administración de Rentas de Guadix,y estaba arruinado; poco después abandonaría para siempre la ciudad y se instalaría en Madrid, aunque nunca reanudaron los dos escritores accitanos su relación.
Anónimo ha dicho que…
Muchas gracias Antonio por la informacion y enhorabuena por este blog que sigo asiduamente, especialmente en aquellas entradas relacionadas con Pedro Antonio.
Un cordial saludo.
Antonio

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