Una ciudad como un paraíso

Publicado parcialmente en IDEAL 03/02/2019

Es fascinante imaginar cómo, hace millones de años, comenzara a asomar en medio del océano una pequeña isla que, poco a poco, fue creciendo hasta convertirse en el macizo rocoso que es Sierra Nevada. Luego, la gigantesca masa seguiría creciendo hasta formar una barrera que aislara esta parte de la tierra del mar. 

La Vega Sur de Granada

En un primer momento, se dibujó un extenso surco ocupado por agua que posteriormente, tras sucesivas etapas tectónicas fue desecándose, dando lugar a la depresión de Granada. Hace diez millones de años la Vega de Granada quedó delimitada como en la actualidad. El fondo del lago se convirtió en una llanura feraz, enriquecida por los materiales desprendidos de las altas cumbres vecinas, y generosamente regada por el río Genil y sus afluentes, que derramaban las aguas procedentes de las montañas y cerros que la rodeaban nutriendo en sus bordes a toda clase de vegetación y fauna. Es una gran extensión detrítica con unas dimensiones de 35 km de longitud máxima, desde Cenes de la Vega a Fuensanta, y de 10 km de anchura media en ambas orillas del Genil, lógicamente más estrecho al principio y al final de su curso.

Miguel de Unamuno
A la especial configuración del espacio físico se le añadieron las vicisitudes históricas que hicieron de Granada una ciudad charnela de civilizaciones que llamó siempre la atención de los visitantes. Desde las primeras representaciones literarias de la ciudad se ha destacado la integración de la naturaleza en su paisaje urbano. Los ríos, las fuentes, los árboles están presentes, no solo en las descripciones de fincas de recreo, aldeas, alquerías y almunias, sino en el paisaje urbano, como un elemento singular de nuestra ciudad que, como no ha podido ser de otra forma, no ha pasado desapercibido a los escritores. Ninguno quizá más elocuente que Unamuno al reconocer su impotencia para describir la ciudad: “No he escrito ni creo escribiré jamás mis impresiones de Granada, y en Granada pasé una de mis quincenas más repletas de vida. Mientras viva reposará en el lecho de mi alma, por debajo de la corriente de las impresiones huideras, aquella santa caída de tarde que a principios del dulce mes de setiembre gocé en el Albaicín, todo blanco de recuerdos. Fue un como baño en algo etéreo. Las lágrimas me subían a los ojos y no eran lágrimas de pesar ni de alegría; éranlo de plenitud de vida silenciosa y oculta”. Y, efectivamente, el escritor desatado e irrefrenable, nunca pintó la ciudad de cuya visita salió tan ufano (nada raro en él) como decepcionados quedaron sus anfitrionesLos escritores granadinos no se sintieron nunca arredrados ante este reto y nos dejaron entusiastas páginas, bien expresivas y perceptibles del pasmoso paisaje.

En la literatura árabe, destaca en Granada la figura de Ibn al-Jatib. Como en toda la literatura medieval, la visión que se da de la naturaleza es alegórica. El polígrafo lojeño, mujeriego empedernido, para ponderar las gracias de la naturaleza, compara la vega con una mujer sofisticadamente engalanada; y, como practicante del sufismo, ve en el mundo terrenal el mismo paraíso:

“Rodean la ciudad numerosas alquerías y huertas, que parecen hijas situadas alrededor de la madre; y las plantas y vergeles de estas alquerías asemejan collares de perlas que envuelven el cuello de hermosas mujeres, y están acariciadas por suave y perfumado céfiro.
Las murallas ciñen a esta ciudad, como un brazalete que ciñe el brazo de la hermosa; y en primavera, los jardines, llenos de flores, asemejan novias a punto de ser despojadas...
Los múltiples castillos de su Alhambra asemejan estrellas esparcidas por el cielo, que se levantan ordenadamente, en graderías. El aire está aromatizado por el perfume de las flores y toda persona creyente, al aspirarlo, evoca el paraíso.”

Acequia de Aynadamar
Acequia de Aynadamar

Este poderoso hayib poseía un deslumbrante carmen junto a la acequia Aynadamar, donde actualmente se ubica el campus universitario de Cartuja. Lo que hace Ibn al-Jatib en su casa no es una representación simbólica del paraíso, sino que es en sí misma un paraíso, por haber introducido la naturaleza en la casa. A diferencia de la cultura cristiana la naturaleza no significa terror o aversión, sino placer y deseo. Ha sido archicitada su descripción de Aynadamar como “Su situación es maravillosa, con huertos admirables,verjeles sin par en cuanto a la templanza de su clima, la dulzura de su agua y el panorama que se divisa. Allí existen alcázares bien protegidos, mezquitas concurridas, suntuosas mansiones, casas de sólida construcción y verdeantes arrayanes. Allí gastan alegremente sus dineros las gentes desocupadas y no escatiman cuanto emplean en sus adquisiciones”.

Visitantes como Abu-l-Qasim admira durante la fiesta de la vendimia, las flores, las rosas, los manzanos y los granados del jardín, como rostros, mejillas, senos de mujeres; le parece que “un carmen perecedero se ha hecho inmortal”.

Manzanas camuesas

En contraste con el aristócrata remilgado, el padre fray Luis de Granada, el más reconocido predicador de su época, con un lenguaje llano y humilde nos ofrece otra visión del paisaje granadino. El eximio predicador nos señala sin aspavientos, de forma llana, nuestra naturaleza, más común, exponiendo su estado de excitación por el movimiento de las nubes, la cría de los peces, los aromas de distintas las especies de flores, las especies tan típicas como el granado, la manzana camuesa, el membrillo o la vid, “ese arbolico tan pequeño”; las estrategias de animales tan entrañables como los perrillos falderos; pero sobre todo, lo que más le exalta son los animales pequeños, las hormigas o los mosquitos. Con entrañables localismos describe el ámbar, donde se esconden “pedacicos de hojas de árboles o animalicos”. En la naturaleza más insignificante ve la grandeza de Dios. Lo contrario de nuestro siguiente escritor, arrebatado y exagerado.

Francisco Martínez de la Rosa
Martínez de la Rosa
Francisco Martínez de la Rosa es el escritor granadino que ha disfrutado de más proyección pública nacional en vida, en el plano literario y político. En Isabel de Solís, el escritor romántico nos deja una impagable imagen de Granada: “al pie de la Sierra Nevada, donde nacen todas las plantas que se crían en el mundo, las fuentes de la vida, el regalo del Hombre”. Queda clara el ansia de la época romántica por lo inabarcable, lo desmesurado, lo hiperbólico.

“¡Granada la cándida y clara, que ciudad más hermosa y alegre no la alumbra el sol! Vieras allí abrazarse los ríos para abrazar sus muros, brotar flores las piedras y arrastrar las cristalinas aguas granos de oro purísimo. A un mismo tiempo admiraras, y en breve recinto, cuantas producciones se crían en la redondez de la tierra: aquí los frutos en flor, allí los más tempranos, acullá los tardíos; nieve eterna en la cumbre, y la palma meciéndose en la falda misma de la sierra... Los montes que circundan su espaciosa vega se asemejan a los muros que cercan un vergel; y en medio descuella la ciudad, con sus mil y trescientas torres, cercada de jardines, como de una corona de esmeraldas...”

Los ejemplos en la obra se multiplican y el lector disfruta extasiado y se identifica con la protagonista: “Horas enteras pasaba Isabel, contemplando embelesada cuadro tan extenso y tan vario”.

Digno continuador de Martínez de la Rosa es el accitano Pedro Antonio de Alarcón, a quien el prócer introdujo en las tertulias madrileñas en sus años de aprendizaje que él reconocerá posteriormente: “era el primer escritor granadino del siglo XIX; era nuestro venerable y llorado maestro y amigo; era, en fin, Martínez de la Rosa”.

Son más conocidas sus descripciones de la Alpujarra, de Guadix, la sierra madrileña o los Alpes, debido a su proclividad por espacios naturales montañosos, donde experimenta intensas emociones espirituales, convenientemente tamizadas por sus lecturas nutricias. Cuando se refiere a Granada, en cambio, la humaniza, como conocedor y observador analítico de las costumbres de los granadinos y, especialmente, las granadinas, admirada “cuando cruza en carretela bajo las célebres alamedas del Salón y de la Bomba, entre perpetuos vergeles, o cuando echa pie a tierra y luce su garbo y su elegancia por la alegre Carrera de Genil, frente a la cual sonríen embelesadas las eternas nieves de la vecina Sierra, que parece toca uno con la mano; o bien la encontramos asomada, como una flor más, a un balcón natural de rosas y alhelíes, en aquellos cármenes escalonados por las laderas de todas las colinas, desde cuyas alturas corren, triscan y saltan mil arroyos bullidores, como otros tantos duendes que minan los cerros, las calles y las casas de la ciudad, creando pensiles en todas partes”.

Es capaz de cambiar de tono, con su impagable sentido de humor: “La Alhambra es una venerable abuela a quien se notifican todos los contentos y prosperidades de su raza, para alegrar su vejez”.

Alarcón, también aporta la visión pictórica, moderna, próxima al impresionismo, por la presencia de la luz y sus matices, vista la vega desde Fajalauza, la misma perspectiva de Chateaubriand en El último Abencerraje:

Vega de Granada desde Fajalauza
Vega de Granada desde Fajalauza

“Desde allí se distinguía, como desde un mirador, no sólo la ciudad, sino toda su comarca, toda su campiña, todo su cielo esplendoroso: panorama inmenso, deslumbrador, matizado de mil colores e inundado de una luz de paraíso, siquier velado en algunos puntos por tenues girones de transparente niebla, entre cuyas rotas gasas relucían las acequias y los ríos, como cintas de cristal, o salían, del seno de pardos olivares y de los pliegues de graciosas colinas, modestos campanarios y azuladas columnas de humo, marcando la situación de numerosos lugares, aldeas y caseríos...
Granada, se veía blanquear a lo lejos, tendida en los cerros umbrosos de la Alhambra y del Albaicín, como una odalisca envuelta en cándido alquicel, echada sobre oscuros almohadones... Ya no se percibían sus pormenores y detalles... Sólo se divisaba una elegante ráfaga de blancura, intensamente alumbrada por el sol, bajo el risueño azul del purísimo firmamento.”
El protagonista de esta fotografía velada es la atmósfera, que combina colores apoteósicos, estridentes, referidos al cielo y que va enturbiándose al descender al suelo.

Acera del Darro
Ángel Ganivet advirtió las dotes pictóricas de su paisano al proclamar que “nuestro gran Alarcón, que ya no es un artista influido por nosotros, sino formado entre nosotros desde los pies hasta la cabeza, vemos en él creados por su esfuerzo personal exclusivo los mismos modelos de lo que debe ser nuestro arte: El sombrero de tres picos es un estudio psicológico bordado en un cuadro de la naturaleza, y La Alpujarra es un poema natural y religioso, que será una epopeya en prosa cuando los españoles olviden escribir el castellano, esto es, muy pronto.” Ganivet, empero, no tiene nada que ver en su perspectiva. Él contempla el paisaje urbano desde un punto de vista crítico. El conjunto de su obra fue producida en un muy corto espacio de tiempo, en tres años, en los que no dejó de soñar con otra ciudad, respetuosa con su geografía y su historia: “Granada llegó la epidemia del ensanche, y como no había razón para que nos ensancháramos, porque teníamos nuestros ensanches naturales en el barrio de San Lázaro, Albaicín y Camino de Huétor, y más bien nos sobraba población, concebimos la idea famosa de ensancharnos por el centro y el proyecto diabólico de destruir la ciudad, para que el núcleo ideal de ella tuviera que refugiarse en Albaicín. Y con el pretexto de que al Darro se le habían «hinchado alguna vez las narices», acordamos poner sobre él una gran vía. Y la pusimos.” 

Lamenta la pérdida del rasgo primario de Granada, que es la simbiosis de la ciudad y el paisaje: “La naturaleza dotó nuestro suelo con espléndida vegetación, y nuestro primer movimiento fue aprovecharla, y nació lo que es típico en nuestra arquitectura: el enlace de las construcciones con las flores y las plantas… Artistas de más imaginación que nosotros, los árabes, no lucharon tampoco frente a frente, sino que lucharon escondidos en sus casas y crearon una arquitectura de interior. Así, pues, nos sometemos, y en este acto de sumisión está el alma de nuestro arte.”


García Lorca inunda de luz su visión de la Vega: “El sol al ocultarse se asomó entre las nubes…, y la vega fue como una inmensa flor que abriera de pronto su gran corola mostrándonos toda la maravilla de sus colores. Hubo una conmoción enorme en el paisaje. La vega palpitó espléndida. Todas las cosas se movieron. Algunos colores se extendieron fuertes y briosos.” La inmanencia del paisaje está tan poderosamente traído al lector, que nos evoca el panteísmo del primero de los escritores referidos.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Muy interesante 👍.
Me ha gustado mucho leerlo y me he entretenido.
Te deseo feliz verano.

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