Verdades de paño pardo (texto original completo)


«...ese... ¡que reviente!»
Victor Hugo.-Napoleón el pequeño.


I

Málaga.

Tiene usted mucha razón, querido Salvador: soy un indolente, y nuestra enciclopedia reclama más de un desvelo mío.

Voy, pues, a satisfacer en este mismo instante mi deber y su demanda escribiendo...

Yo no sé qué cosa.

Juro a usted que no me siento inspirado, que me hallo en uno de esos momentos de indiferencia glacial, en que nada parece injusto ni justo, bueno, ni malo, y que no encuentro en mi corazón ninguna tendencia que proponer a los torpes rasgos de mi pluma.

¿Qué hacer? ¡Ah!

He aquí que el honrado artesano amigo y «hermano» mío, que me ha prestado su escritorio para hacer este artículo entra de pronto quejándose de los apuros en que el Gobierno ha puesto[68] a más de cuatro hijos del trabajo con el célebre anticipo de un semestre de contribución.

¡Ya estoy inspirado! -

¿Cómo no estarlo?

Acabo de acordarme de una aventurilla -creo haberla contado a usted en cierta inolvidable sobremesa- y voy a relatarla a continuación, a fin de que entregue esta carta a nuestro buen Zamora, quien la dará a los cajistas, que la pasarán al ECO, y hemos salido del paso.

El asunto será trivial, pero intencionado.

Las circunstancias actuales hacen intencionadas todas las verdades.

Por lo demás, es histórico.

Y esto va haciéndose ya de mucho mérito.

Atención, como decía la difunta «Catalineta».

Sabrá usted, mi querido Pepe, que exceptuando los globos aerostáticos y el ataúd, he tenido la buena o mala fortuna de viajar en todos los géneros de locomotores y locomotrices que se conocen... en Europa.

Iba a decir «en el mundo»; pero he reflexionado que aún no he ido en andas como los chinos...

Y digo «aún», no porque entre en mis proyectos ir a la China, sino porque aún puedo ser santo y ser llevado en procesión.

Ni tampoco he caminado en la joroba de un camello, como los árabes, o en el lomo de un elefante, como los egipcios.

Pero, en cambio, he navegado en barcos de vela, de vapor y de remo; he ido por ferrocarriles, en [69] diligencia, en posta, en coche, a caballo, en galera, calesa y carro de bueyes, en mulas, y finalmente, en asnos.

También he paseado entre estos últimos; pero, no lo creo una rareza.

Además he andado y nadado; me falta volar, lo que según creo lograré muy pronto, si los gobiernos permiten -que no lo permitirán- la aplicación del aparato de Mr. Baurince.

Advierto a usted, querido Salvador, que estoy entreteniendo el tiempo con toda intención; porque el lance que voy a referir es muy breve, y quiero rellenar de fárrago hasta diez cuartillas para que hagan cuatro columnas de impresión.

Esta maña la he aprendido en nuestros prosistas clásicos y en las novelas de Dumas; usted sabe muy bien que mi ordinario estilo es lacónico, conciso, crudo, y...

Pero vuelvo a mi aventura.

Viajaba yo una vez sobre un asno.

Era no sé qué primavera.

Había anochecido.

Me encontraba en uno de esos llanos tan frecuentes en Andalucía, y que por lo estériles y melancólicos vienen a ser unas «manchas» en miniatura.

Me quedaba una legua que andar para dar cima a mi jornada.

Empezó a relampaguear a lo lejos, tronó después, y al poco tiempo descargó sobre mí una tormenta espantosa. [70]

Velose la luna; el camino se puso como boca de lobo, y yo me vi precisado a confiar a mi cabalgadura el cuidado de saber por dónde íbamos.

«Pero el burro se asustó y no juzgó prudente seguir adelante.

La tempestad arreciaba extraordinariamente.

Lo confieso, señor poeta: al verme solo, perdido, sin luz, sin norte, calado, hambriento; rendido y con la perspectiva de toda una noche semejante principié a apurarme un poco, ni más ni menos que ahora se apura el artesano en cuestión por la causa que llevo dicha.

En tal perplejidad pasaron dos horas.

Quizás pasaría menos tiempo; pero a mí me parecían eternidades los minutos.

De pronto -aquí voy a parecer una bruja contando un cuento- vi a lo lejos una luz...

¡Qué hermosa es una luz vista en aquella situación!

Enseguida puse hacia ella la proa de mi borrico, y empezamos él a vogar con las patas, y yo a remar con los pies. Son sinónimos.

Mas como, a pesar de mis esfuerzos, el burro quedase con mucha frecuencia «al pairo» -escribo en un puerto de mar- me vi precisado a saltar a tierra, es decir, a agua; y cogiéndolo del lo que -vulgo bozal- lo llevé a remolque por aquel archipiélago de charcos (esto es exacto, al revés) -con el agua hasta los tobillos, como el micromegas de Voltaire, cuando cruzaba el Atlántico.

Tras luengos afanes, que omito, porque veo que [71] torno a enredarme con la «fabla» de nuestros antepasados, lo que es un poco turbio, conseguí atracar a cuatro pasos de la luz, en las ruinas de un...

Se lleva usted chasco, si cree que aquí va a tomar mi carta un giro romántico. Aquellas ruinas no eran las de un castillo, como las hallaban a cada paso los héroes de Walter Scott, ni tampoco de un convento... -aunque esto no es menester decirlo- pues ya sabemos todos que los conventos se están reedificando, para honra y gloria de Dios y bien de nuestras, almas.

Aquellas ruinas eran los escombros de un ventorrillo, abandonado por los venteros y habitado, sin duda, por otros pobres más pobres.

Sobre la obra antigua, esto es, sobre una derrumbada miseria, se veía al fulgor de los relámpagos otra miseria mayor: al techo de zarzos y tejas había sucedido el cobertizo de retamas; la chimenea se había suprimido; una estera servía de puerta.

Allí venía de molde aquella décima, cuya conclusión dice:

«Que iba otro sabio cogiendo
las hojas que él arrojó»

Até el borrico a una piedra y...

-¡Ave María purísima! -exclamé levantando la estera de la entrada.

-¿Quién es? -respondieron dos o tres voces. [72]





II

Entré.

Voy a pintarle a usted el cuadro que recorrí con la vista, mientras que una mujer acallaba a un perrillo que ladraba a lo lejos como un enemigo cobarde.


Figúrese usted una especie de tienda, choza o manida ahumada, sin más muebles que unos platos de barro empinados en un rincón, una poca de paja -lecho general- esparcida en otro, tres o cuatro troncos por asiento, una olla colocada ante el bien nutrido hogar, un cántaro desportillado y una patizamba mesa.

En torno al hogar había cinco personas.

Una vieja centenaria, que hilaba, único movimiento del arrugado cartílago que constituía su cuerpo, liado en una manta hecha jirones.

¡Ah!, los pobres viven mucho.

Una mujer de edad indefinible -los años de los pobres dejan huellas insondables- la cual mondaba patatas.

Esta mujer, enredada en un dédalo de harapos y remiendos.

Un chico de tres o cuatro años, desnudo enteramente, [73] que se comía las cáscaras de las patatas antes de que cayeran al suelo.

Un hombre de cuarenta o cincuenta años, malamente vestida, atado, sucio, barbado, hosco, medio salvaje.

Y, por último, una niña de quince o diez y seis años, limpia, bella, acurrucada tímidamente, envuelta en una saya guiñaposa, despeinada -no tenían peine- y... ¡oh, Dios! ¡sin camisa!

Entonces vi colgado de una cuerda, que hacía triángulo con el rincón alcoba, un trapo blanco recién lavado.

La pobre virgen procuraba ocultar sus hombros, con un roto pañolillo, mientras resguardaba el seno con las rodillas, apoyando en ellas la barba; pero su brazo descubierto, su costado desnudo, las correctas formas de su pecho de adolescente.

¡Oh! ¡aparté la vista!, ¡nunca el instinto del pudor fue más elocuente en mi alma!

Al entrar yo, dejó la vieja de hilar y clavó en mí su mirada de hielo.

Así, inmóvil, parecía un esqueleto.

La mujer dejó su tarea y atizó la lumbre.

El niño cogió una patata en vez de una cáscara.

El hombre se levantó.

La doncella se puso más bermeja que las brasas del hogar, y toda turbada descubría cada vez más su desnudez al procurar velarla.

Dice Soto de Roxas: y allá va una octava modelo, hecha por un canónigo: [74]

«Celar quiere con brazos enlazados
tiernos globos de nieve recogida;
pero oprimidos brillan por los lados
rayos de plata natural bruñida:
los candores con ampos embozados,
suavidad en dulzores escondida,
cuanto avariento pecho al joven niega,
pródiga espalda al apetito entrega».



-Buenas noches -dije cuando el perro cobarde, que ladraba a los lejos, calló al ver que no me espantaba la fuerza de su pulmón y que iba derecho a él, con ánimo tranquilo.

(No os extrañe, lectores, que me fije tanto en los ladridos de un miserable perro, que ni sabe morder como una fiera, ni ser huésped generoso de un hombre azotado por la tempestad: yo os ofrezco poner algún día en música esos ¡«gua»! ¡«gua»!, y entonces comprenderéis toda la onomatopeya y filosofía que envuelve un «gua» dicho en medio de una retreta. Con este objeto, he empezado ya a dar lecciones de «solfa»).

-Que Dios bendiga a usted, buen caballero- respondió aquella familia honrada.

El perro gruñó de verme tan bien recibido por tus amos.

Él contaba con que su ladridos habrían torcido en mi daño la voluntad de aquellas buenas gentes.

Sin conocer el pobre can (bien que los canes calzan poco entendimiento) que nadie hace caso[75] de un ladrido enconado, lanzado impunemente desde un rincón.

Y hasta de perro; pues por más que Byron pusiese sobre el sepulcro de un lebrel: «Aquí yace mi mejor amigo», supongo que mis queridos suscritores se irán cansando de mi manía perruna.

-Con licencia de ustedes -repuse- voy a enjugarme un rato mientras cede la tormenta.

-¡Vaya!, sí, señor; acérquese usted -me contestaron-; y al cabo de un momento formaba yo parte de aquel extraño grupo.

Tocáronse varias conversaciones indiferentes, de las que resultó: que la anciana era madre de aquel hombre, la mujer su esposa y los niños sus hijos.

-¿Tienen ustedes más familia?, pregunté.

-Sí -respondió el padre-, tengo otro muchacho de once años que salió esta tarde para X, que dista una legua y no volverá hasta mañana. Le he mandado a una cosa, en que quizás su merced podrá servirme.

-Con mucho gusto lo haría: veamos lo que es.

-Pues, señor, sabrá usted que...





III

Desde que escribí el principio del artículo anterior, hasta hoy, 26 de julio, que tomo la pluma[76] para continuarlo, han trascurrido muchos días y han sucedido muchas cosas. (5)

En primer lugar, ya no estoy en Málaga, sino en Granada.

En segundo lugar, la faz de España... no diré que ha cambiado, sino que, lo que viene a ser lo mismo, ha empezado a gesticular; hemos tenido gritos, sangre y cantos populares; la hora solemne de nuestra crisis social ha sonado en el reloj de las revoluciones, y el porvenir se dibuja a lo lejos a grandes rasgos incoherentes y sublimes como un sueño de poeta, como una profética iluminación, como una creación trazada en el caos por ese dios que se llama pueblo.

Deja, pues, este artículo de ser una osadía; pero su concepción lo fue: ¡cómo mudan los tiempos!

Vuelve a hablar mi huésped.

***

-Esta casa no es mía -continuó el hombre del pueblo con melancólica entonación. [77]

-¿Esta casa? -repuse yo, derramando una mirada en torno mío.

Y una dolorosa burla me oprimió el corazón.

-¿De quién es, pues, esta casa? -proseguí.

-Del Ayuntamiento... es decir, esto es realengo, porque los venteros que hace cincuenta años abandonaron estos escombros, se han muerto y no han dejado herederos: de modo que yo paso por el dueño; pero tengo que pagar un censo por el solar a los propios de *** y la contribución territorial al Gobierno. Además, pago el consumo...caballero...¡esto da risa! Pagar el consumo y no desayunarnos algunos días. También me cobraron subsidio el año pasado porque compré una cuartilla de aguardiente para que mi mujer la revendiera a los pasajeros y ganar así un cuarto o dos diarios; pero vi que el subsidio me costaba más que el lucro, y tuve que quitar el ramo... ¡Gracias a Dios que no ha ocurrido todavía al Rey pedirme otra contribución porque corte leña!...

-A todo esto -interrumpí yo-, no me dice usted en qué puedo servirle. [78]

-Es verdad... allá voy. El año pasado pagué, además del real de censo por esta choza, doce reales de contribución, que hacen tres reales cada trimestre, y diez reales de consumo, que son veintiún cuarto de tres en tres meses, que compone todo cinco reales y medio cuatro veces al año, además del real del censo: es decir, que con cuatro cargas de leña salía del paso... Ya sabíamos que el día del pago no se comía casi nada... pero, un día, de tanto en tanto tiempo, cualquiera lo pasa mal... Este año es otra cosa. Las contribuciones han subido: me piden diez y seis reales de consumo y veinte de territorial; esta última, aumentada, sin duda, porque he puesto las retamas en el techo y la choza está más decente con mi trabajo... En cuanto a exigirme más consumo, no sé por qué ha sido, pues este año comeremos menos que el pasado... De cualquier modo, cada trimestre me cuesta este año nueve reales... ¡Nueve reales, señorito! Ni con quemado pago. Dos días de trabajo enteros y verdaderos... ¿con qué nos alimentamos esos días? Mire usted esas criaturas desnudas... ¡Oh!, hace una semana que cumplió el plazo y ya he recibido cuatro recados... ¡me amenazan con embargarme! ¿Y qué me van a embargar? En fin, esta mañana he mandado a mi Juan a *** para que le suplique al alcalde que me rebaje alguna cosa, pues lo que es nueve reales me es imposible pagarlos. Como su merced dice que va al pueblo y conocerá allí a todo el mundo... [79] quisiera que hiciese también en este asunto todo lo que pudiese.

Lectores: ¿No es verdad que no necesito tornarme el trabajo de deciros lo que pensé durante el anterior parlamento de mi huésped? ¿No es verdad que adivináis las mil emociones las mil ideas, los mil sarcasmos que se apoderarían de mí?

Quedé abismado en mis reflexiones, sin contestar al leñador.

-Y cuando pienso -prosiguió éste- que lo mismo tengo yo con que reine Juan o Pedro y que a mí el Gobierno no me sirve de nada...

-El Gobierno es necesario, amigo mío -repuse, queriendo consolarle de este modo.

-¿Para qué?

-Para velar por los intereses de la patria; para.. mantener el orden y hacer obedecer las leyes.

Yo no sé más leyes que las de mi corazón, ni tengo intereses que me cuide el Gobierno, ni nunca perturbo el orden. Yo no necesito a nadie más que a Dios y a mis brazos; nadie debía, pues, acordarse de mí.

-Hay hombres malos -respondí- que, sin respeto a la propiedad, le robarían a usted el pan, que lleva a la boca si el temor de la ley no les contuviese.

-¿Y no les daría lástima de hacerlo?

-No.

-¡Conque tan malos son los hombres!

No respondí. [80]

El leñador prosiguió:

-Pero a lo menos que sólo pagaran contribución los ricos, los que tienen que perder, los dichosos de la tierra, los hijos privilegiados de Dios...

-No son hijos privilegiados de Dios; el Evangelio dice que los pobres, los humildes, los afligidos son los predilectos del Señor.

-¡Bueno!, eso dice también el sermón del señor cura; pero yo veo que él procura ser rico y que no tiene nada de humilde ni de afligido... Si el señor cura cree que la pobreza es una dicha, que nos dé ejemplo de desprendimiento, de abnegación, y todas nuestras aflicciones serán llevaderas, porque tendremos una esperanza.

-¡Oh!, sí -pensé yo entonces-; la religión cristiana pura, cual la ideó Jesucristo, haría la felicidad del mundo.

-Además, señorito... yo hago también aquí, en mi cabeza, mis composiciones de lugar, y digo: el mundo da más comida diaria que la que pueden consumir todos los hombres y animales que hay en la tierra... Pues, señor, cuando, a una piara de marranos se le echa comida para todos, a medio celemín por cabeza, ninguno queda con hambre... Conque, ¿por qué hay hambre en el mundo? ¿Y por qué hay hombre que ha de tomar más de lo que puede comerse? Dios ha dicho«el pan nuestro de cada día», nada más. Pues ¿a qué viene esa agonía de atesorar? ¿Y para qué? Para morirse y dejarlo. ¡Vaya!, ¡vaya! Yo [81] no me conformo con ciertas cosas. Si yo tuviera lo bastante para que mi familia comiera y vistiera, como Dios manda, y viera a un vecino mío en escasez, le daría todo lo que me sobrara. ¿Acaso no es él un hijo de Dios como yo, que se morirá y todo? Y si Dios le ha criado y ha criado las guindas, verbigracia, y le ha dado hambre de guindas, ¿Por qué ha de venir Fulano a decir: «No comas guindas: ese guindo es mío»? ¿Qué quiere decir «mío»? ¡Mío, mío! En el mundo no debe de haber tuyo ni mío, sino todo de todos, es decir, nada de nadie, todo de Dios.

Mi cabeza se partía al peso de mis ideas; era tanto lo que me ocurría que decir a aquel hombre; tal mi deseo de abrazarle; tan intensa mi conmoción, que me levanté bruscamente y me dirigí a la puerta.

-¿Se va usted? -me preguntaron, en coro.

Apenas podía hablar; pero sin dar tiempo para que se levantase nadie, saqué del bolsillo un Napoleón, quizá el único que tenía, pues no hay que olvidar que soy poeta, que vivo en España y que acaba de mediar el siglo XIX, y arrojando la moneda en medio de la choza, huí.

Huí. La tempestad había cesado Y la luna campeaba por el cielo, plena y tranquila como el alma de un justo.

Rápidamente desaté mi borrico, le apliqué los talones y salí a escape.

Volví la cabeza y vi a toda la familia del leñador [82] agrupada a la vera del camino, con las manos tendidas hacia mí, como si me bendijeran.

-¡Tome usted, caballero!

Este grito llegó hasta mí a pesar de la distancia.

Paré el burro.

-¡Compre usted una camisa a esa niña -exclamé con toda la violenta consecuente a la opresión que había anudado mí garganta.

Y, satisfecho y sin cuarto, continué mi camino.

Ahora me ocurre una idea.

Si tan grandes eran los apuros del trabajador para pagar un trimestre de contribución, ¿cuáles serían sus aprietos al oír la reclamación del semestre anticipado?

¡Cuestión profunda!

¡Ah!, se me olvidaba decir que cuando salí de la choza, temiéndole a la efusión de aquellas gentes, quiso el perro morderme el sitio donde otros hombres tienen las pantorrillas. [83]


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