LA NOCHEBUENA DEL POETA
El artículo La
Nochebuena del poeta fue publicado
por Pedro Antonio de Alarcón en 1855. El
artículo, según su biógrafo Mariano Catalina, había sido reproducido en 1905 más
de cien veces. El propio autor se enorgullecía de que cada Navidad se
reprodujera su famoso artículo, aunque muchas veces sin su permiso, y, por tanto
sin beneficio. Como suele ocurrir en literatura, se da la paradoja
de que un texto con un color marcadamente local, alcanza reconocimiento
universal. Lo mismo podemos comentar de El sombrero de tres picos; su obra más local y, a la vez, la más conocida universalmente
Pedro Antonio de Alarcón y Paulina Contreras con sus hijos; dibujo de Ceferino Araújo |
El artículo es, efectivamente, uno de los que retratan más
fidedignamente una escena accitana. En él Alarcón recuerda con ternura a su abuela paterna,
doña Josefa Carrillo; la casa que evoca, la que ocupaba la familia en 1840, cuando el escritor contaba siete
años, no se trata de su casa natal, "la del callejón del Hospital Viejo, penúltima casa a la derecha,
número 4”, sino a la que se mudó la familia cuando el padre del escritor heredara
de la familia de su suegro la escribanía en 1838; era una casa más anchurosa, en la plaza de
Benavides, que tiene una alta torre, donde los niños construyen su Nacimiento.
También nos gusta a los accitanos reconocer en el cuadro costumbrista nuestros dulces (los roscos, los mantecados) tan característicos y tan ricos de las
fiestas de Navidad en Guadix; la escena entrañable de toda la familia, criadas, criados y gato incluidos,
alrededor de la chimenea; y las referencias a la misa del Gallo y la misa de
los Pastores, la cual se celebraba en las iglesias de San Miguel y en Santa Ana, los barrios de los agricultores de Guadix. Los pastores acudían a ella
cantando por la calle de madrugada y arrastraban a la gente, que se agolpaba en
el interior de la iglesia; luego tomaban buñuelos, churros y chocolate. Ha perdurado en Andalucía la canción de Los
Campanilleros como testimonio de la desaparecida misa.
Reproducimos a continuación el comienzo del citado
artículo, la parte que evoca la Nochebuena de su infancia.
«En un rincón hermoso
De Andalucía
Hay un valle risueño...
¡Dios lo bendiga!
Que en ese valle
Tengo amigos, amores,
Hermanos, padres.»
(De El Látigo.)
- I -
Hace muchos años (¡como que yo tenía siete!) que, al
obscurecer de un día de invierno, y después de rezar las tres Avemarías al
toque de Oraciones, me dijo mi padre con
voz solemne:
-Pedro: hoy no te acostarás a la misma hora que las
gallinas: ya eres grande y debes cenar con tus padres y con tus hermanos
mayores. Esta noche es Nochebuena.
Nunca olvidaré el regocijo con que escuché tales palabras.
¡Yo me acostaría tarde!
Dirigí una mirada de
triunfo a aquellos de mis hermanos que eran más pequeños que yo, y me puse a
discurrir el modo de contar en la escuela, después del día de Reyes, aquella
primera aventura, aquella primera calaverada, aquella primera disipación de mi
vida.
- II -
Eran ya las Ánimas, como se dice en mi pueblo.
¡En mi pueblo: a
noventa leguas de Madrid: a mil leguas del mundo: en un pliegue de Sierra
Nevada! ¡Aún me parece veros, padres y hermanos! Un enorme tronco de encina
chisporroteaba en medio del hogar: la negra y ancha campana de la chimenea nos
cobijaba: en los rincones estaban mis
dos abuelas, que aquella noche se quedaban en nuestra casa a presidir la
ceremonia de familia; en seguida se hallaban mis padres, luego nosotros, y
entre nosotros, los criados...
Porque en aquella
fiesta todos representábamos la Casa, y a todos debía calentarnos un mismo
fuego.
Recuerdo, sí, que los criados estaban de pie y las criadas
acurrucadas o de rodillas. Su respetuosa humildad les vedaba ocupar asiento.
Los gatos dormían en el centro del círculo, con la rabadilla
vuelta a la lumbre.
Algunos copos de nieve caían por el cañón de la chimenea,
¡por aquel camino de los duendes! ¡Y el viento silbaba a lo lejos, hablándonos
de los ausentes, de los pobres, de los caminantes!
Mi padre y mi hermana mayor tocaban el arpa, y yo los
acompañaba, a pesar suyo, con una gran zambomba.
¿Conocéis la canción de los Aguinaldos, la que se canta en
los pueblos que caen al Oriente del Mulhacem? Pues a esa música se redujo
nuestro concierto. Las criadas se encargaron de la parte vocal, y cantaron
coplas como la siguiente:
Esta noche es Nochebuena,
Y mañana Navidad;
Saca la bota, María,
Que me voy a emborrachar.
Y todo era bullicio; todo contento. Los roscos, los
mantecados, el alajú, los dulces hechos por las monjas, el rosoli, el
aguardiente de guindas circulaban de mano en mano... Y se hablaba de ir a la
Misa del Gallo a las doce de la noche, y a los Pastores al romper el alba, y de
hacer sorbete con la nieve que tapizaba el patio, y de ver el Nacimiento que
habíamos puesto los muchachos en la torre...
De pronto, en medio de aquella alegría, llegó a mis oídos
esta copla, cantada por mi abuela paterna:
La Nochebuena se viene,
La Nochebuena se va,
Y nosotros nos iremos
Y no volveremos más.
A pesar de mis pocos años, esta copla me heló el corazón.
Y era que se habían desplegado súbitamente ante mis ojos
todos los horizontes melancólicos de la vida.
Fue aquel un rapto de
intuición impropia de mi edad; fue milagroso presentimiento; fue un anuncio de
los inefables tedios de la poesía; fue mi
primera inspiración... Ello es que vi con una lucidez maravillosa el fatal
destino de las tres generaciones allí juntas y que constituían mi familia. Ello
es que mis abuelas, mis padres y mis hermanos me parecieron un ejército en
marcha, cuya vanguardia entraba ya en la tumba, mientras que la retaguardia no
había acabado de salir de la cuna. ¡Y aquellas tres generaciones componían un
siglo! ¡Y todos los siglos habrían sido iguales! ¡Y el nuestro desaparecería
como los otros, y como todos los que vinieran después!...
La Nochebuena se viene,
La Nochebuena se va...
Tal es la implacable monotonía del tiempo, el péndulo que
oscila en el espacio, la indiferente repetición de los hechos, contrastando con
nuestros leves años de peregrinación por la tierra...
¡Y nosotros nos iremos
Y no volveremos más!
¡Concepto horrible, sentencia cruel, cuya claridad
terminante fue para mí como el primer aviso que me daba la muerte, como el
primer gesto que me hacía desde la penumbra del porvenir! Entonces desfilaron
ante mis ojos mil Nochesbuenas pasadas, mil hogares apagados, mil familias que
habían cenado juntas y que ya no existían; otros niños, otras alegrías, otros
cantos perdidos para siempre; los amores de mis abuelas, sus trajes abolidos,
su juventud, los recuerdos que les asaltarían en aquel momento; la infancia de
mis padres, la primera Nochebuena de mi familia; todas aquellas dichas de mi
casa anteriores a mis siete años... ¡Y luego adiviné, y desfilaron también ante
mis ojos mil Nochesbuenas más, que vendrían periódicamente, robándonos vida y esperanza;
alegrías futuras en que no tendríamos parte todos los allí presentes, mis
hermanos, que se esparcirían por la tierra; nuestros padres, que naturalmente
morirían antes que nosotros; nosotros solos en la vida; el siglo XIX sustituido
por el siglo XX; aquellas brasas hechas ceniza; mi juventud evaporada; mi
ancianidad, mi sepultura, mi memoria póstuma, el olvido de mí; la indiferencia,
la ingratitud con que mis nietos vivirían de mi sangre, reirían y gozarían,
cuando los gusanos profanaran en mi cabeza el lugar en que entonces concebía
todos aquellos pensamientos!...
Un río de lágrimas brotó de mis ojos. Se me preguntó por qué
lloraba, y, como yo mismo no lo sabía, como no podía discernirlo claramente,
como de manera alguna hubiera podido explicarlo, interpretose que tenía sueño y
se me mandó acostar...
Lloré, pues, de nuevo con este motivo, y corrieron juntas,
por consiguiente, mis primeras lágrimas filosóficas y mis últimas lágrimas pueriles,
pudiendo hoy asegurar que aquella noche de insomnio, en que oí desde la cama el
gozoso ruido de una cena a que yo no asistía por ser demasiado niño (según se
creyó entonces), o por ser ya demasiado hombre (según deduzco yo ahora), fue una
de las más amargas de mi vida.
Debí al cabo de dormirme, pues no recuerdo si quedaron o no
en conversación la Misa del Gallo, la de los Pastores y el sorbete proyectado.
- III -
¿Dónde está mi niñez?
Paréceme que acabo de contar un sueño. ¡Qué diablo! ¡Ancha
es Castilla!
Mi abuela paterna, la que cantó la copla, murió hace ya
mucho tiempo.
En cambio mis
hermanos se casan y tienen hijos.
El arpa de mi padre rueda entre los muebles viejos, rota y descordada.
Yo no ceno en mi casa hace algunas Nochesbuenas.
Mi pueblo ha desaparecido en el océano de mi vida, como
islote que se deja atrás el navegante.
Yo no soy ya aquel
Pedro, aquel niño, aquel foco de ignorancia, de curiosidad y de angustia que
penetraba temblando en la existencia.
Yo soy ya... ¡nada menos que un hombre, un habitante de
Madrid, que se arrellana cómodamente en la vida, y se engríe de su amplia independencia,
como soltero, como novelista, como voluntario de la orfandad que soy, con
patillas, deudas, amores y tratamiento de usted!!!
¡Oh! Cuando comparo mi actual libertad, mi ancho vivir, el
inmenso teatro de mis operaciones, mi temprana experiencia, mi alma descubierta
y templada como piano en noche de concierto, mis atrevimientos, mis ambiciones
y mis desdenes, con aquel rapazuelo que tocaba la zambomba hace quince años en
un rincón de Andalucía, sonríome por fuera, y hasta lanzo una carcajada, que
considero de muy buen tono, mientras que mi solitario corazón destila en su
lóbrega caverna, procurando que no las vea nadie, lágrimas de infinita
melancolía...
¡Lágrimas santas, que un sello de franqueo lleva al hogar
tranquilo donde envejecen mis padres!
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