Una sesión de la Cofradía del Avellano
Vino a buscarme y juntos nos encaminamos, dando un
paseo, a la fuente del Avellano, donde aquella tarde había asamblea literaria. No
era una reunión casual, puesto que los poyos de la famosa fuente Agrilla
estaban ya en aquella sazón lustrosos y un tanto desgastados de prestar
servicio a los literatos y artistas granadinos, que habían convenido en
reunirse allí todas las tardes para beber agua pura y fortaleciente y hablar de
todo lo divino y lo humano con la apacible serenidad que infunde aquel apartado
y silencioso paraje. Nosotros llegamos los últimos y hallamos la asamblea en
pleno.
Además de Antón del Sauce y Paco Castejón, con quienes
nos reunimos en el camino, estaban allí los dos Gaudentes, Feliciano Miranda,
el poeta Moro, Juan Raudo, Montero el menor y Eduardo Ceres.
Todos conocían a Pío Cid por haber comido juntos en
la Alhambra, excepto el hijo de Gaudente, que era estudiante de Derecho y
aspirante a escritor, y Eduardo Ceres, excelente joven, cuya mayor habilidad consistía
en dar las noticias antes que nadie, por lo cual le llamábamos en broma Don Teléfono.
-Hoy tenemos gran novedad literaria -dijo Castejón
aspirando con las narices dilatadas el airecillo fresco que subía de la umbría
del Darro-. Se puede perdonar el trote que hay que dar para venir aquí sólo por
oír la tragedia que ha escrito éste (señalando a Sauce).
-¿Tragedias a estas horas? -dijo Miranda.
-No hay que exagerar -rectificó Sauce-; es un
articulejo más para la colección de Tragedias
vulgares
que voy a publicar.
-Pues Moro -agregó Miranda- trae también terminado
su poema. Esto va a ser el acabóse.
-¿Qué poema es ése? -pregunté yo.
-Es el mismo que tenía empezado, el de Los olivares -me contestó Moro-. Yo
estoy condenado a vivir siempre entre olivos.
-Lo mejor -añadió Gaudente el viejo- es que yo estoy
oyendo hablar de ese poema desde hace tres años, y aún no conozco ni un verso.
Hijo, acábalo de desembuchar y no nos amueles más con ese parto de burra.
-Ea, comience el fuego -dijo Castejón-. Yo, si
queda tiempo, os leeré el comienzo de una historia morisca que estoy sacando de
unos papeles viejos que he comprado en un baratillo.
Después de tomar sendos vasos de agua, sentados todos
al amor de la fuente, nos preparamos para saborear la varia e interesante
lectura de aquel día memorable. Gaudente el viejo leyó su célebre proclama poética,
y pudiera decirse patriótica, titulada ¡Viva
la mantilla!, en la que se cantaban las excelencias de la mantilla y se
fustigaba sin misericordia el ridículo sombrero, inventado por las mujeres feas
para sombrearse la cara, moda funesta que acabará por dar al traste con el
carácter de las mujeres españolas; Moro, su poema Los olivares, en el que describía con extraordinaria riqueza de
colorido las fiestas populares que se celebraban antiguamente a la sombra de
los olivos, en particular las de San Antón y San Miguel, que ya van, por
desgracia, desapareciendo; y Sauce el artículo elogiado por Castejón. Así estos
trabajos como los que se leyeron más tarde, son dignos de alabanza y de que se
los busque para leerlos en las revistas de aquella época, puesto que todos
fueron publicados. Yo sólo he de insertar, por convenir a la mejor inteligencia
de mi historia, el del impresionista Sauce, dejando la apreciación de su mérito
al buen juicio del que leyere. Helo aquí:
JUANICO EL CIEGO (TRAGEDIA VULGAR)
Hace
algunos años iba por las calles de Granada un pobre ciego, llevando de la mano a
una niña preciosa. Aunque vivía de la
caridad pública, no era mendigo callejero. Si algún transeúnte le ofrecía una
limosna, él la aceptaba, diciendo:
«Dios se
lo pague y Santa Lucía bendita le conserve la vista»; pero pedir, no pedía
nunca, porque tenía casas conocidas para todos los días de la semana, en las
que recogía lo suficiente para vivir.
Llamábase
Juan de la Cruz, y todos le decían Juanico el Ciego o Juanico el Malagueño-, la
niña que le servía de lazarillo era hija suya y se llamaba Mercedes, y ambos
formaban una pareja muy atractiva. Juanico
no era un pobre derrotado y miserable, de
esos que inspiran tanta repulsión como lástima, sino que iba siempre limpio
como los chorros del agua. Vestía invariablemente un traje de tela de lavar muy
blanca, y sólo en los días en que apretaba mucho el frío se ponía encima de su
vestimenta veraniega una cazadora remendada, de color pardusco, con coderas de
paño negro y adornos de trencilla muy deshilachados.
Era
hombre todavía joven y podía pasar por buen mozo. Se había quedado ciego de la
gota serena, y sus ojos, aunque no veían, parecían ver. Eran ojos claros y sin
vista, que daban al rostro una expresión noble y grave, realzada por el esmero
que ponía Juanico en ir siempre muy bien afeitado.
La hija
del ciego, Mercedillas, era un primor de criatura, a la que muchos de los que
socorrían al ciego hubieran gustosamente recogido para quitarla de aquella vida
peligrosa.
— Esta
niña va siendo ya grande — le decían.
— ¿Qué
va usted a hacer, Juanico, con ella cuando crezca un poco más? Sería una
lástima que esta criaturica tan mona se le echara a usted a perder.
— Ya
veremos, ya veremos — decía el ciego; — no tiene más que diez años; todavía es
una mocosa.
Y estaba
siempre preocupado con lo que había que
hacer con aquella niña, que era lo único que tenía en el mundo y que para él
era más que una hija: era su alma y el único testigo de la historia dolorosa
que el infeliz ciego llevaba incrustada en todo su ser.
Nadie
hubiera dicho al verle tan calmoso y al parecer, tan contento, que aquel hombre
vulgar llevaba a cuestas el recuerdo indestructible de una terrible tragedia.
Juan de
la Cruz había nacido en Málaga, en el barrio del Perchel, y quedádose huérfano
de padre y madre cuando era muy niño. Una familia pobre le recogió y le crio,
auxiliada por otras familias del barrio. El muchacho creció como planta
silvestre, sin que nadie se cuidara de dirigirle; pero debía de ser naturalmente
bueno, pues desde que pudo trabajar quiso aprender un oficio, y no á uno, sino
á varios se aplicó con la mejor voluntad.
Estuvo
en una carbonería, metido entre el carbón y el cisco, basta que, harto de
tizne, se
decidió a
entrar de aprendiz en una cerrajería, deseoso de tener un oficio formal, y, por
último, se dedicó a zapatero.
Se había
establecido entonces en Málaga, en un portalillo de mala muerte un zapatero
llamado Paco el Sevillano, con tan buena suerte, que muy pronto tuvo necesidad
de meter quien le ayudara.
Juanico fue
el primero que entró en aquella casa, y no tardó en pasar de aprendiz a oficial
y en disponer de un salario seguro, con el que pensó desde luego que podría
casarse y tener casa propia.
— Pero el noviajo que tienes con la Perdigona
— le decía algunas veces su amo — ¿es cosa formal?
— ¿Que
si es formal, D. Paco? — respondía él. — Ya lo verá usted en cuanto salga libre
de quintas, si salgo. Creen que no es formal porque mi novia es hija del
borrachín de su padre; pero nadie puede elegir familia, y la Mercedes vale más
oro que pesa.
En esto
llevaba razón Juanico, porque su novia, a la que él le hablaba desde muchacho,
era la flor y nata del Perchel, y digna, por lo guapa, hacendosa y decente, de
casarse, no ya con un oficial de zapatero, sino con un título.
Cuando a Juanico le tocó ir a servir al Rey
estaba en su golfo la guerra de Cuba, la de los diez años, y quiso la mala
suerte que a él le tocara pasar el charco. Y allá se fue, jurando antes a su
novia que si no lo mataban volvería y se casaría con ella, y ella le juró que
lo esperaría aunque fueran veinte años, pues, o se casaba con él, o no se
casaba con nadie. Porque entre ellos no mediaban sólo palabras, sino
compromisos graves, y a decir verdad, más que novios eran marido y mujer, pues
a los seis meses de irse Juanico tuvo la Mercedes una niña, que era el vivo
retrato de su padre.
En los
apuros que pasó la muchacha durante la ausencia de su novio y marido contó con
la protección de D. Paco, que era hombre de muy buenos sentimientos. Trabajaba
la Perdigona en todo lo que le salía, y cuando más ganaba era cuando llegaba
«la faena», la época del embale de las naranjas para la exportación; pero esto
no era fijo, y D. Paco la decidió a que trabajara para la zapatería, que ya no
era el primitivo portal, sino una tienda muy grande, convertida después en el
establecimiento casi lujoso de La punta y
el tacón, uno de los más populares de Málaga.
Mercedes
aprendió pronto el oficio de aparadora, y andando el tiempo pudo emanciparse
del yugo de su padre, que le daba muy mal trato, y vivir sola con su niña, sin
salir más que a compras o a entregar su tarea.
— Cuando
venga tu marido — le decía el amo— vais a estar mejor montados que el Gobierno.
Dos
jornales seguros, y luego lo que él traiga.
— ¿Cree usted que traerá cuartos? — preguntaba
Mercedes. — Lo que yo quiero es que venga pronto y que no me lo hayan cambiado, porque algunos
vuelven con unos humos …
Volvió,
en efecto, Juanico, y volvió con humos.
Los
primeros días daba pena de oírle mezclar en su lenguaje natural algunas
palabras nuevas que había recogido al revuelo, y hablar de su «masita » como si
trajera un moro atado. Pero á pesar de todo, Juanico era franco y no contaba
hazañas fingidas. El había salido muy poco a operaciones, y aunque había
sentido las balas cerca, disparadas por enemigos invisibles, no se había echado
jamás a la cara un insurrecto. Estuvo casi siempre en un ingenio al que nunca
se aproximó el enemigo; los propietarios de la finca eran muy generosos y le
habían tratado a él y a sus camaradas a cuerpo de rey; había ahorrado el plus
de campaña y un poco más; y, en resumen, al terminar la guerra se halló con una
pequeña fortuna.
Aunque
la mayor parte estaba en pagarés, en los que perdió más de la mitad, le
quedaron libres unos ocho mil reales, largos de capellada; para él casi un
capital.
— Ahora
lo que debes hacer — le dijo el amo, que le recibió con los brazos abiertos, —
es comprar con ese dinero una casa para vivirla. Tú no sabes lo que vale no
tener que pagar casa. Luego sigues trabajando aquí, si quieres, y te casas con
la que es ya tu verdadera mujer, que es una mujer para un pobre, y si llega el
caso para un rico, porque te aseguro, ahora que la he tratado, que la Mercedes
es una perla. Mi mujer la quiere como si fuera de la casa, y tiene empeño en
ser la madrina.
— Ya veremos, ya veremos — contestó Juanico.
— Yo
había pensado establecerme.
— Pues
si lo haces ándate con ojo, no vayas a perder tontamente lo que te ha costado
exponer la salud y la vida.
Juanico
no lo decía; no se atrevía a decirlo. Pero desde que llegó a Málaga y fue a ver
a sus amos, tenía el diablo en el cuerpo. Había visto a Manuela, la hija de los
zapateros, que cuando él se fue estaba recién vestida de largo, y ahora estaba hecha
una mocetona, y al verla había tenido una idea, que debía ser la causa de su
perdición.
Menos
mal si se hubiera enamorado; esto tendría disculpa. No se enamoró, sino que
sintió el deseo de igualarse a sus antiguos amos. Mercedes era al fin y al cabo
la Perdigona, y aunque él la quería, ya, después de ver mundo, comprendía que
el querer es una farándula. Lo esencial era tener patacones y mezclarse con
buena gente para tomar la alternativa y darse aires de caballero.
Todo
esto lo tendría él, ó podría tenerlo, estableciéndose y casándose con Manuela.
Mercedes era más guapa, eso sí; pero Manuela era una señorita bien educada, y
la educación vale más que la guapeza.
— La única dificultad — decía — está en este
maldito compromiso. Si yo fuera libre del todo. Pero con este lío estoy como si
estuviera casado, y hasta con una hija, que, aunque no lleva mi apellido, es
mía; esto no hay perro ni gato que no lo sepa.
Estas
cavilaciones le agriaban el carácter a Juanico, y Mercedes era la que pagaba
los vidrios rotos. Comenzaron los insultos, y vinieron después los golpes; al
principio no hablaba claro, porque comprendía que no llevaba la razón; pero
después su egoísmo se hizo tan brutal que a todas horas estaba describiendo el
cuadro de dichas y prosperidades que él podía disfrutar casándose con la hija
de los amos; la conclusión era siempre maldecir el día y la hora en que conoció
a la Perdigona a la que muchas veces, no contento con maltratarla, la echaba
con su hija a la calle.
Tomó,
por fin, en traspaso una zapatería bastante desacreditada, y entonces se fue a
vivir solo, para hacer ver que la Mercedes era para él cosa de pasatiempo, y
comenzó á propalar él mismo, ya que no se atrevía a decirlo directamente, que
estaba en relaciones formales con la hija de don Paco. No por esto dejaba de
visitar a Mercedes y de martirizarla, como si se hubiera propuesto quitarle la
vida a disgustos. A dejarla no se atrevía, y a decir verdad, no sería capaz de
hacerlo, pues de pensar que ella pudiera irse con otro hombre, los celos se lo
comían. Ya dije que a Juanico se le metió el diablo en el cuerpo; sólo así se
explica este amor que él sentía realmente por la Mercedes y este deseo de
quitársela de encima y este afán de matarla poco a poco para que nadie le sucediera
en el corazón de aquella infeliz mujer.
Aunque
él era tosco, a veces se echaba una ojeada por dentro, y se veía tan bajo y tan
ruin, que se arrepentía, y pensaba que quizás sería mejor casarse con Mercedes
y trabajar los dos unidos en la tienda y prosperar y ser muy ricos sin deberlo
al auxilio de nadie. En estos momentos cogía a Mercedillas en brazos y la
mecía, y la arrullaba, y se echaba a llorar, y le bañaba al angelito el rostro
con lágrimas, mientras la madre viéndoles venía y los abrazaba a los dos, y
decía:
— Juan, tú eres bueno, tú eres siempre el
mismo. Ayer le recé a la Virgen para que te quite esos fantasmas de la cabeza.
Pero
después volvía a aparecer el fantasma, y
con que Juanico fuera un momento a casa de don Paco, y viera a Manuela,
y formara de nuevo su castillo de naipes, volvían los malos tratamientos, y
cobraba mayor brío la idea fija que atormentaba al ambicioso desventurado:
— Aunque yo fuera inmensamente rico nunca
sería nada, porque al fin Mercedes sería siempre la Perdigona.
E1 martirio
de esta no podía ser eterno, y un día, cuando menos lo esperaba Juanico, la
víctima anocheció y no amaneció. No se fue con nadie, sino que se fue derecha a
una casa de mal vivir; no pudo irse con nadie, porque a nadie le había hecho
nunca caso, aunque no faltó quien la solicitara, y al irse se fue a la primera
casa que le abrió las puertas. Así, aun hundiéndose en el vicio, podía decir la
Perdigona que había sido fiel a su amante. Otra mujer hubiera pasado de mano en
mano, como zarandillo de bruja; pero la Mercedes no era una mujer como las
otras, era mucho mejor; y cuando vio que el hombre a quien ella quería era tan
malo, pensó que los demás serían peores, y sin repetir la prueba se tjró al
barro. Y Juanico no la buscó, y aunque la quería, no sintió celos. Quizá si se
hubiera ido con otro la hubiera buscado para matarla.
E1 vulgo
se puso de parte de Juanico. Veía en él un buen hombre, que, a pesar de haber
vuelto con dinero, no había querido abandonar a la Perdigona, y el pago que
había recibido era que ésta hiciera al fin de las suyas. La cabra tira al
monte, y Mercedes era de mala casta para que saliera buena. Hasta se comprendía
ahora la razón de las palizas que Juanico le propinaba a diario, y que sin duda
serían para corregirla. Pero todo había sido inútil. ¡Condenadas mujeres!
Sólo D. Paco no se dejó engañar; y aunque nada
dijo por lo pronto, cuando supo que Juanico pregonaba por todas partes que era
ya cosa decidida su casamiento con Manuela, le llamó á capítulo y le habló con
su cachaza de costumbre:
— Oye
tú, Juanico, ¿es cierto que andas por ahí anunciando que te vas a casar con mi
hija?
— La gente dice lo que le da la gana —
contestó Juanico. — ¿Qué más quisiera yo? Pero…
— Cuando corren las voces por algo será — le
interrumpió D. Paco. — Nadie más que tú tiene interés en decir esas cosas, y,
la verdad, me ha escocido que tengas tan poco respeto a esta casa. Tú tienes tu
mujer, porque, aunque no os hayan echado las bendiciones, para mí esto no
compone nada, y la Mercedes es mujer tuya y madre de tu hija Yo he sido pobre y
no te despreciaría por cuestión de intereses; pero aunque trajeras el oro y el
moro te pararía los pies y te haría volver a tus obligaciones.
— Pero D. Paco — replicó Juanico, — parece que
no sabe usted lo que esa mala pieza ha hecho conmigo; para mí ella es ya como
una piedra que se va a lo hondo del mar. ¿Qué quiere usted que yo haga con una
mujer tan sinvergüenza?
—
Mercedes era buena como el pan, y tú la has hecho mala— contestó D. Paco. —
¿Crees tú que yo no entiendo la aguja de marear? Yo sé lo que tú has hecho con
esa infeliz. No te digo que la recojas, porque esta es cuenta tuya. Déjala si
quieres que corra su mala fortuna y tú arréglate a vivir con tu hija como Dios
te dé a entender. Yo te he querido siempre, porque eras un buen muchacho; pero
ahora te veo con malos ojos, sin poderlo remediar, y lo único que te pido es
que no aportes más por las puertas de mi casa. Mucho me duele decírtelo, pero
no me gusta hacer dos caras.
— Pero
D. Paco— suplicó Juanico temblando, — eso es como quien dice leerme la
sentencia de muerte. Yo, que no he tenido nunca más padre que usted.
— ¡Quién
sabe si más adelante — dijo D. Paco, — volveremos a ser lo que éramos! Yo hablo
de ahora, y ahora no quiero que pongas más los pies en mi casa.
Fue
aquel día el más amargo de la vida de Juanico. No sólo porque vio que todo el
mal que había hecho era inútil, sino porque las palabras de D. Paco le parecían
la voz de su propia conciencia. Aquella noche no durmió asustado de la soledad
en que se encontraba y atormentado por el bullir de la sangre que parecía
arderle en las venas. Por la mañana notó cierto malestar en los ojos, y vio que
la casa se iba poniendo obscura como si volviera a anochecer. Se levantó y
abrió las ventanas, y aun veía menos; y, por último, no vio nada.
Despertó
a Mercedillas, y comenzó a hacerle preguntas, sin que la criatura comprendiera
lo que le preguntaban; después llamó a una vecina, que era la que venía a
limpiarle el cuarto, a guisar y a tener cuidado de la niña, y la vecina tampoco
supo darle explicación de aquella repentina ceguera. Los ojos estaban
naturales, aunque un poco apagados y como eclipsados; pero á primera vista no
se notaba cambio alguno. Y sin embargo, Juanico estaba ciego para siempre.
Todo lo
que tenía, y aun lo que le dieron por el traspaso de la tienda, lo gastó en
curarse, y no se curó.
— Cuando yo tenga vista — decía — volveré a
trabajar en casa de D. Paco y me dejaré de negocios. Cada uno nace para lo que
nace, y yo he nacido para ganar un jornal y vivir con él, sin meterme en más
ambiciones. Al menos si yo tuviera ahora una mujer que se interesara por mí.
Y a
fuerza de darle vueltas en su majín a este pensamiento, decidió un día mandar a
buscar a la Perdigona.
No se
hizo esta rogar y vino en seguida, deseosa de ver a su hija, a la que todavía
no le había perdido la calor. No así a Juanico, a quien casi lo tenía olvidado.
Entró por las puertas del pobre cuarto y lloró al ver a su niña, a la que se
abrazó fuertemente, en tanto que Juanico las buscaba a las dos y se cogía a
ellas, diciendo:
— Ya me daba el corazón que tú eras de ley y
que vendrías. Mira la desgracia que ha caído sobre mí. Este es un castigo del
cielo por lo mal que lo hice contigo. Pero ahora ya soy otro, y si Dios quiere
que me cure, yo te juro que nos casaremos y que seré mejor que nunca.
— Válgame Dios — exclamó la Perdigona, — ha
sido menester que te quedes ciego para que me quieras.
— Yo siempre te quise — contestó Juanico, —
eso te lo juro por la salud de la niña. Fue una mala hora que me vino, y ya ves
qué caro lo estoy pagando.
A1 decir
esto, Juanico abrazaba contra su pecho a la Mercedes y sintió un olor
penetrante a almizcle que tiraba de espaldas; fue a besarle la boca y le dió en
el rostro una tufarada de tabaco.
Quizás
debió alegrarse de estar ciego para no ver el cambio que en unos cuantos meses
había sufrido el rostro de aquella desventurada mujer. Así Juanico no la veía
como ahora era, sino como antes fue, y lo único nuevo que notaba en ella eran
los perfumes del vicio.
— ¿Qué
olor endemoniado es ese que traes? — la preguntó. — Lávate y quítate eso de la
cara.
Ella
cogió una jofaina y se lavó con agua clara, y comenzó a soltar la costra que se
había ido formando de rodar por los lupanares. Pero los estragos que había
sufrido por dentro, éstos no se limpiaban con agua; y aunque la Perdígona quiso
de buena fe volver a ser la Mercedes de antes, no pudo conseguirlo, en parte
porque ya había adquirido algunos malos hábitos, y más aún porque ahora nadie
la respetaba.
Juanico
se casó con ella por tenerla más segura y por legitimar á Mercedillas. Él, por
hacer algo, se dedicó a hacer soga, y Mercedes volvió a aparar en la zapatería
de La punta y el tacón.
Lo que
debió ser antes era ahora, y el matrimonio vivía feliz. Juanico, escarmentado
por la desgracia, era un santo para su mujer, y ésta parecía resignada con su
cruz; a veces le entraban deseos de romper la cadena ó de divertirse con unos y
con otros; pero pronto se arrepentía de sus malos pensamientos por lástima de
su marido y porque, al volver á la vida honrada, se le iba despertando de nuevo
su antigua dignidad.
Sin
embargo, después de algún tiempo de cumplir bien comenzó a torcerse. Era buena
con su marido, pero sentía, sin explicárselo, un secreto deseo de venganza.
Parece que una fuerza misteriosa la impulsaba a engañar al pobre ciego, no por
gusto, sino más bien por necesidad de realizar una obra de justicia. La pérdida
de la vista era un castigo que borraba las culpas de la soberbia, pero no un
castigo de las villanías de que la Perdigona había sido víctima. Ella había
sufrido antes y ahora y siempre, sin culpa, y tenía sed de desquitarse; y como
no acertaba á hallar el medio de tener goces en la vida, se consolaba faltando a
sus deberes, a disgusto , sólo por ser acreedora a pasar las penas que pasaba.
En el alma de aquella mujer se había incrustado tan honda y ferozmente la idea
de justicia, que, por parecerle injusto sufrir siendo buena, quería sufrir
siendo mala.
Juanico
lo adivinaba todo y callaba. Un día oyó
subir a su mujer por las escaleras, y le pareció que no venia sola, y tuvo la
idea de esconderse en una alacena, aprovechando la coyuntura de estar la
chiquilla fuera, en casa de unos vecinos. Entró la Mercedes, y como no vio a
nadie en la casa, salió un momento a avisar a su acompañante, que ora un
oficial de zapatero, llamado Bautista, muy amigo de Juanico.
— No hay nadie — dijo la mujer. — Habrá salido
con la niña a dar una vuelta.
— ¿Estás segura? — preguntó Bautista, a quien
el ciego conoció al punto por la voz.
Entraron
en el dormitorio, y Juanico, loco de rabia, comenzó a buscar a tientas en los
vasares del fondo de la alacena algunas herramientas de zapatero que él
recordaba haber puesto allí; tropezó al fin con una cuchilla larga y tan fina
por la punta que parecía una daga; la empuñó con fuerza, salió con sigilo de su
escondite y se acercó andando muy quedo a la puerta de la alcoba; se detuvo un
momento para escuchar y orientarse, y oyó tan bien, que casi se figuraba ver a
los adúlteros. Entonces penetró como un rayo en el aposento y comenzó a dar
cuchilladas en el lecho, en el aire, en las paredes. Así estuvo no se sabe
cuánto tiempo. Las víctimas debieron de gritar, pues acudió el vecindario y la
policía; pero cuando echaron abajo la puerta no hallaron vivo más que al ciego,
que aún empuñaba en la diestra la cuchilla ensangrentada. En medio de la sala
estaba Bautista el oficial con la cabeza cortada a cercén, y sobre el lecho la
Perdigona acribillada y destrozada que casi no era posible conocerla.
Juanico fue
a la cárcel, pero la justicia de los hombres le absolvió, y el mundo le
absolvió también; porque el mundo y la justicia no veían más que la falsía de
la mujer y la bondad del hombre que había recibido aquel ultraje en pago de la
nobleza con que quiso regenerar a una mujer perdida. Pero Juanico se juzgaba de
otro modo, y cuando libre ya se vio solo en su cuarto, pensaba: La pobre de
Mercedes ha sido mala, es verdad pero ¿por qué fue mala? Y diciendo esto se
abofeteaba el rostro y se gritaba a sí mismo: ¡canalla!
No quiso
Juanico seguir viviendo en Málaga, y, sin dar cuenta á nadie, cogió consigo á
su hija y se vino a Granada con ánimo de dedicarse a pedir limosna. Ya había
tomado algunos informes, y cuando llegó se fue derecho a la cuesta de la
Alhacaba, y allí acomodó una casucha con los cuatro trastos que traía. Comenzó a
adquirir relaciones, y como era mendigo decente y bien portado, casi daba gusto
de socorrerle, aparte la obra de caridad. Pero Juanico no era ya ambicioso, y
pedía sólo para vivir; se contentaba con las casas que fue adquiriendo y dejaba
a otros menos afortunados el mendigar por las calles.
Cuando
su hija fue demasiado crecida para servir de lazarillo iba Juanico solo,
llevando un perrillo atado de una cuerda. Mercedicas se quedaba en casa y el
ciego procuraba estar fuera muy poco tiempo, pues sn temor constante era que le
ocurriera algo a aquella criatura. Como la Alhacaba. no era sitio seguro
decidió también mudarse, y se vino al Barranco del Abogado, donde alquiló una
cueva que tenía por delante un pequeño chamizo que le daba el aspecto de casa.
La vecindad de este lado de la población tampoco era muy recomendable, pero no
había casas de trato ni soldadesca; había gitanos, pero a la gitanería no le
tenía miedo Juanico, porque los gitanos no roban muchachas.
Salía
por las mañanas a recorrer su parroquia del día, encargando a su hija que se
estuviese encerrada. De vuelta se entretenían los dos en contar los ochavos,
comer y charlar, y los domingos echaban una cana al aire yéndose a pasar el día
al campo. Cuando vivían en la Alhacaba iban a las caserías del camino de Jaén,
y en el Barranco,
por
estar más cerca, se iban a los ventorrillos del camino de Huétor. Pedían un
jarro de vino, un plato de aceitunas, roscas tiernas y una torta salada para la
niña, y a veces también, si había limosna extraordinaria, pescado frito ó
chorizos extremeños, bocado favorito del ciego. Se sentaban a la sombra de un
olivo y merendaban con sosiego y beatitud, salvo que Juanico se sobresaltara
alguna vez cuando oía que alguien celebraba la belleza de su hija.
—
Mercedes, ¿quién es el que te ha dicho eso? — preguntaba el padre.
Y la
hija respondía casi siempre:
— Es un
señor viejo; yo no le conozco.
En un
ventorrillo vio a Mercedes un señor casi viejo que iba a remachar el clavo que
Juanico llevaba atravesado en el corazón desde el día pie mató a su mujer.
Llamábase D. Gonzalo Pérez Estirado, y era de Sevilla; mejor dicho, era
montañés, establecido desde muy joven en Sevilla, donde había ganado una
regular fortuna.
Estaba
retirado de los negocios, y vivía de sus rentas, sin pensar más que en darse
buena vida. Había sido siempre el señor Estirado un buen hombre, aficionado a
los goces de la vida doméstica, y condenado a no lograrlos nunca porque su
mujer era de las que toman las enfermedades como cosa de entretenimiento, y
aunque nunca tuvo enfermedad formal, milagro era la semana que no la visitaba
el médico.
Su
marido, harto de tantas impertinencias, se acostumbró insensiblemente á buscar
distracción fuera de casa, y con los años sucedió que no podía vivir sin tener,
además de su mujer, una protegida, cuando no eran varias. De esta suerte, el
señor Estirado, que había nacido para ser un modelo de cónyuges, se transformó,
por culpa de su mujer, en hombre de apaños y tapujos; pero aun así fue siempre
un hombre de bien, que ni arruinó
su casa,
ni dió escándalos, ni cometió graves tropelías. Sus devaneos estaban, como
todas sus cosas, sometidas a un presupuesto rigoroso. Debajo del capítulo donde
inscribía la suma con que contribuía a las procesiones de Semana Santa, estaba
el capítulo destinado a la protección de doncellas desvalidas; y ambas
cantidades eran fijas, aunque en caso de apuro el señor Estirado era capaz de
sisar algo a las procesiones en beneficio de las doncellas.
Fue
invitado el ilustre y simpático montañés a pasar unos días en Granada por un
amigo y paisano que estaba establecido en esta ciudad; vino en el mes de Mayo,
y se halló aquí tan a gusto que los días se convirtieron en semanas. Como se
hospedaba en casa de su amigo, los dependientes de la tienda de comercio se
encargaron de llevarle por todas partes para que no le quedase nada por ver.
En una
de estas excursiones conoció el señor Estirado a Mercedes, y apenas la vio la
echó el ojo y se propuso no dejarla escapar. Su idea no era mala, puesto que,
al saber que aquella niña era hija del mendigo, pensó recogerla a ella y a su
padre, para que éste no tuviera que pedir más limosna y para hacer de la hija
una señorita de mérito.
No
quería el señor Estirado perder el tiempo, y decidió valerse de una mujer hábil
en oficios de tercería, cayo nombre y señas le dio uno de los dependientes. Era
ésta una mala vieja, conocida por el apodo de la Gusana, y vivía en el
Plegadero Alto, cerca de la parroquia de San Cecilio; tenía fama de alcahueta ,
y su fama no era usurpada, sino fundada en una brillante hoja de servicios, que
tiempos atrás hubieran bastado para que emplumaran a la bruja.
E1 señor
Estirado se avistó con ella, y en pocos minutos estuvo firmado el pacto de
tercería mediante la oferta de veinticinco duros, de los que cinco fueron
adelantados en señal. Y la Gusana comenzó aquel mismo día sus indagaciones, y
supo cuanto tenía que saber sobre las entradas y salidas del ciego para
trabajar sobre seguro.
No
desplegó ningunas artes nuevas, sino las eternas y conocidas de la adulación y
los ofrecimientos, y Mercedes se dejó embaucar como cualquiera otra muchacha se
hubiese dejado en las condiciones en que ella se encontraba. ¿Qué iba a hacer
ella el día que le faltara su padre? ¿Irse a servir y a penar bajo el poder de
indecentes señoritos que tampoco la respetarían? ¿Ajarse a fuerza de fregar y
barrer, cuando tenía una cara como una rosa de Mayo y era digna de vivir metida
en un fanal? Siquiera el señor Estirado era un honrado caballero, que sería
como un padre para la muchacha; se la llevaría a Sevilla y le daría educación,
y quién sabe si se casaría con ella y le dejaría toda su fortuna, puesto que no
tenía hijos y se iba á quedar pronto viudo, porque la mujer estaba, como quien
dice, dando las boqueadas.
Lo más
doloroso para Mercedes era abandonar a su padre; pero esto sería por muy poco
tiempo, pues en cuanto el ciego se hiciera cargo de la razón se iría también a
Sevilla y no tendría que mendigar más.
Salió el
ciego una mañana, y cuando volvió se encontró el nido sin pájaros. Pero lo que
no averigüe un ciego no lo averigua nadie, sobre todo si el ciego tiene un
perrillo de buen olfato. Aquel mismo día supo Juanico toda la verdad. Supo que
su hija había ido a la estación, y supo que iba camino de Sevilla en compañía
de un señor muy respetable; le dió la corazonada de que el ladrón era uno que
había hablado con Mercedes en un ventorrillo, y por el ventorrillero supo
quiénes eran los dependientes que con el ladrón iban y la tienda en que
estaban. Todo lo supo excepto el nombre de la alcahueta, porque la Gusana era
maestra en su arte y no dejaba nunca ningún cabo suelto.
Pensó
Juanico ir a Sevilla; pero cuando se fue enterando de las buenas prendas que
reunía el señor Estirado, y de que aquella desgracia quizás haría la felicidad
de su liija, dejó que a ésta se le cumpliera su sino. Mucho le dolía verse tan
solo, sin más compañía que el perrillo; algunas veces lo abrazaba y besaba diciendo:
— ¡Por
qué no dispondrá Dios que sean perros los hijos que tenemos los hombres!
Así
resumía el pobre ciego su idea menguada de la humanidad.
Mas para
colmo de desventura hasta el perro le faltó, porque aquel verano cogió la
estricnina en la calle y murió después de una agonía horrible. También Mercedes
había muerto para su padre, porque le dieron el veneno de la seducción envuelto
en palabras melosas. La muerte del perro fue la gota que hizo rebosar el vaso
de la amargura, y aquella misma noche decidió Juanico dar fin a su calvario.
Por los
Mártires, tanteando con su cayado, se encaminó a la placeta de los Aljibes; se
acercó al Cubo de la Alhambra y escuchó para convencerse de que no había nadie.
Se subió en el pretil, y enarbolando el grueso garrote lo blandió con furia y
lo lanzó al aire como si quisiera dar un palo a los cielos. Oyó el eco de un
golpe, por el que midió lo hondo del abismo que tenía delante, y entonces, con
una audacia sobrehumana, sin que le impusiera temor aquel vacío, se echó a
volar con los brazos abiertos. Y como Juan de la Cruz iba siempre vestido de
blanco, al verlo en el aire se hubiera dicho que no era un hombre, sino una
cruz blanca que caía a la tierra.
A poco
se oyó en el silencio de la noche un lamento que no parecía proferido por una
garganta. Era como un lamento de la tierra al chocar con un hombre.
Y no se
oyó nada más.
— Bravo,
bravísimo — gritó el poeta Moro, que era el más entusiasta de la reunión. — Eso
es hermoso, fuerte y definitivo. Sauce, eres un barbián.
— ¿Qué
le parece a usted esa tragedia, señor
Cid? — preguntó Miranda con aire satisfecho.
— Me
parece admirable — contestó Pío Cid, — tanto ó más quizás que a todos ustedes,
porque yo conocí a Juanico el ciego y le veo ahora retratado de mano maestra.
— ¿Usted
le conoció? — preguntó Sauce con interés.
— Digo
que le conocí — afirmó Pío Cid con misterio, — y no sólo le conocí, mío que
sabía la historia que usted nos ha contado y algo más que usted acaso no sepa.
Y ante
el movimiento de expectación de la asamblea. Pío Cid comprendió que iban a
rogarle que contara lo que sabía, y antes que se lo rogaran lo contó en los
términos siguientes:
— Juan
de la Cruz iba a mi casa, y le llamábamos el ciego de los lunes. Yo hablé con
él muchas veces y mi madre hacía subir casi siempre a Mercedillas para darle
algunas prendas de vestir, pues estaba enamorada da la bondad y de la modestia
de aquella niña, que entonces no tendría arriba de seis ó siete años.
Juanico
le contaba a todo el mundo su historia, pero no decía nunca que hubiera matado a
su mujer, sino que ella le abandonó. Sin embargo, nosotros supimos la verdad,
porque un día vino a buscar a mi padre un señor de Málaga, que se extrañó de
ver al ciego a la puerta, y nos dijo que aquel pobre era paisano suyo, y que
había huida de su tierra a consecuencia del crimen que había cometido. Es
hombre de historia — añadió, — y el pobre parece que tiene maldición porque es
hijo del crimen. Aunque no tiene apellido se sabe, ó por lo menos lo decía la
mujer que lo crió, que su padre era un caballero muy rico, que después de una
vida licenciosa se encastilló en una de sus posesiones acompañado de una hija
que había tenido, se ignora con quién, aunque de fijo no sería con ninguna
mujer buena. Dicen, no sé si esto será verdad, que el padre se enamoró de su
hija, y que el fruto incestuoso de estos amores fue Juan de la Cruz.
Yo
estudiaba entonces literatura clásica, y se me ocurrió sin esfuerzo comparar al
ciego y a su hija con Edipo y Antígona, y aún recuerdo que empecé a componer
una relación en la que además de lo sucedido ponía yo nuevas calamidades,
algunas de las cuales ocurrieron, según se desprende de la última parte de la
tragedia que hemos escuchado; pues yo suponía que Antígona, ó Mercedes, era
engañada por un Tenorio canallesco de los que ahora se estilan; que el ciego se
suicidaba desesperado y que Mercedes se quitaba la vida también, juntamente con
un hijo que tuvo.
Porque
mi idea era demostrar que después de la proclamación de la ley de gracia, hecha
por Esquilo en su trilogía de Orestes, y aun después de la redención del género
humano, realizada en el Gólgota, continuaba regido el mundo por la ley de
sangre, y era necesario, fatal, que Juan de la Cruz y su descendencia, y los
que a él se ligaran, todos perdieran violentamente la vida.
— Me ha
dado usted una gran idea — dijo Sauce, — y creo que voy a modificar mi
artículo, para añadir lo referente al nacimiento del ciego y explicar así sus
infortunios por la influencia de esa irremediable fatalidad.
— Me
parece bien que lo hagas — añadí yo, — porque, a mi juicio, la clave del
trabajo está en el nacimiento, no porque fuera criminal, sino porque siendo
Juan de la Cruz hijo de un caballero rico, se explica la ambición, que le
acometió de repente, de ser rico y caballero.
— Yo
opino al contrario — replicó Pío Cid; — que lo mejor es no cambiar punto ni
coma en ese trabajo.
Tal como
está es como un tajo de carne cruda, y si se hace la alusión a la leyenda de
Edipo, parecerá que el artículo está calcado en la tragedia clásica. Y luego
que no bastaría añadir unos párrafos por el principio, sino que habría que
rehacer todo el artículo, porque al tomar cierto corte clásico exigía líneas
más severas y habría que suprimirle algunos rasgos demasiado realistas. Cuando
un escritor cambia de punto de vista, ha de cambiar también de procedimiento, y
si tiene la obra a medio hacer, no debe de remendarla, sino destruirla y hacer
otra nueva.
Cada
cual dio su parecer, y la mayoría estuvo conforme con Pío Cid, y Sauce se
convenció al fin de que lo mejor era no tocar al artículo.
Entonces me tocó a mí el turno, pues mis amigos
quisieron que les leyera un poemita que les dije que había compuesto. A mí me
tenían en la reunión por periodista, con mis puntas de político o de sociólogo;
y no sé si a causa de ese prejuicio, o porque mis versos fueran malos de
verdad, me condenaron sin apelación a escribir toda mi vida artículos de fondo;
pues, como decía Gaudente el viejo, no se debe mezclar el verso con la prosa.
El poemita en cuestión era endeble, como primerizo, y lo rompí en un momento de
coraje; pero daré idea del asunto por si otro poeta puede escribir sobre él con
mejor plectro. El título era Bodas de
Genilio y Daura, y su complexión puramente descriptiva y casi dijérase
hidrográfica, puesto que se describía el curso del Genil y del Dauro, desde su nacimiento
hasta que se juntan en Granada, y el viaje que emprenden, ya unidos, por toda
Andalucía, hasta que, mezclados con otros ríos, pero sin confundirse con ellos,
van a morir en el mar. Sin embargo de la gran importancia que tenía la
descripción, lo esencial no era lo descriptivo, sino lo simbólico. Imaginaba yo
las márgenes del Genil pobladas de ninfas de cabellera negra, quemada por el
sol. Una de ellas se enamora del astro del día, recibe un beso de él y engendra
un hijo, Genilio, que es proclamado rey de las ninfas morenas. Las márgenes del
Dauro a su vez estaban habitadas por geniecillos rubios, casi albinos, por
vivir siempre a la sombra de las avellaneras. La luna se enamora de un geniecillo,
y desciende una noche y da a luz en las aguas de un remanso una hija, Daura,
que es proclamada reina de los geniecillos rubios. Genilio y Daura viven en
perpetua orgía; pero no son felices, porque les falta lo más bello que hay en
la vida: amor. Genilio, rodeado de morenas, desea amar a una ninfa rubia, y
Daura, rodeada de rubios, sueña continuamente en un geniecillo moreno. Ambos se
adivinan, aunque los separa la montaña roja, la Alhambra; ambos se aman sin
haberse visto, y el amor les impulsa a ponerse en movimiento con sus cortejos respectivos
de geniecillos y ninfas. Júntanse los dos amantes y las dos comitivas, y
comienza el alegre viaje de bodas; cuanto más andan, la algazara es mayor,
porque se agregan nuevos convidados; pero la tierra que van dejando atrás se va
quedando muy triste. Genilio y Daura derraman la alegría por todo el suelo
andaluz; pero esta alegría la han robado a Granada, y Granada les ve partir
como las madres que despiden a sus hijos en el viaje de novios.
Éste era el poema en sustancia, y tengo el orgullo
de estampar aquí que Pío Cid, aunque nada aficionado a los simbolismos, fue el
único que halló buena mi obra, y en particular la idea, a su juicio felicísima,
de poner en la región alta andaluza el ser íntimo, grave, de Andalucía, y en la
baja el ser exterior, alegre, y de explicar cómo el uno tiene su origen en el
otro. Asimismo me defendió de los ataques que me dirigieron los censores de la
asamblea por ciertas libertades métricas que me permití, y aseguró que un poeta
sincero está autorizado para poner en los versos el número de sílabas que se le
antoje y para colocar el acento donde le dé la gana, pues lo que vale es la
emoción, la claridad, la vibración y la sonoridad interiores, espirituales de
la obra, y no los perfiles mecánicos que han pasado ya a la categoría de
abuelorios.
-¿De suerte -preguntó el poeta Moro, que había censurado
acerbamente mi poesía-, que usted no
establece de hecho ninguna diferencia entre el
verso y la prosa?
-Existe siempre una diferencia -respondió Pío
Cid-. El verso es prosa musical, sin que esto impida que haya poesía en prosa,
sin música, superior a la poesía en versos regulares. Los que creen que el
verso ha de tener número fijo de sílabas y cierto orden en la colocación del
acento, aparte de las asonancias y consonancias finales, son como los
partidarios de la música vieja, que no comprenden más que las melodías de
organillo y no toleran que en una ópera se pueda hablar musical y humanamente a
la vez, sino que desean que los cantantes, como muñecos, vayan saliendo por
turno a lucir sus habilidades. Primero sale el tenor y canta una romanza; luego
la tiple encuentra al tenor, y sobreviene el dúo; después acude solícita la
confidente de los amores, y tenemos el terceto, y, por último, entra toda la
familia, y aun el pueblo en masa, y asistimos a un concertante, cuyo final
ruidoso pone la carne de gallina. Todo esto es pequeño, y debe desaparecer
conforme nazcan hombres capaces de abrazar mayores conjuntos y de ofrecernos
escenas de la vida humana en cuadros de mayor amplitud. La gente de cerebro
estrecho resiste, pero al fin concluye por comprender lo que al principio no
comprendía, y el arte sale ganancioso. Así, pues, los que en una composición buscan
la armonía verso por verso, se contentan con muy poco; que busquen la armonía
íntima de la obra, que es superior a la del detalle, y que piensen que el oído
también progresa y no debe ceñirse eternamente a las cadencias de la métrica
antigua.
-Todo eso es muy curioso -replicó Moro, deseando eludir
la discusión- y nos aviva más el deseo de oír la composición que usted nos
había ofrecido.
-Mi composición -dijo Pío Cid- no está escrita en verso,
pues ya le indiqué que sería una receta, y además no me gusta leer en público,
y prefiero que lean ustedes mi trabajo en letras de molde, si lo imprimen.
-Ya lo leeremos -afirmó Castejón-; pero eso no quita
para que lo lea usted ahora, y así serán dos veces.
-¿Cómo se titula el trabajo de usted? –preguntó Ceres.
-No tiene título -contestó Pío Cid, sacando un pliego
de papel de barba con muchos dobleces.
-Eso parece una escritura de arrendamiento –dijo Miranda,
viendo que el papel tenía sello de oficio.
-Lo escribí en Aldamar, en casa del secretario
Barajas, y no había otro papel a mano -replicó Pío Cid-. Y lo que yo siento no
es que el papel sea tan antipático sino que el contenido no surta efecto.
-Pero, hombre -insistió Ceres-, es menester
bautizar ese trabajo, porque, digan lo que quieran, el nombre sirve para dar
idea de las cosas.
-Este trabajo -dijo Pío Cid- es tónico o
reconstituyente del carácter, y es también, por lo menos en mi propósito, el
retrato de un hombre de voluntad. Pudiera titularse de muchos modos… Ecce homo, podríamos ponerle, como dando
a entender: he aquí el hombre apto para crear obras útiles.
-No está mal ese título -dijo Castejón.
-Pues entonces con él se queda -concluyó Pío Cid, y
comenzó a leer:
A rtis initium dolor.
R atio initium erroris.
I nitium sapientiae
vanitas.
M ortis initium amor.
I nitium vitas libertas.
-Eso suena a letanía -interrumpió Castejón.
-Será el "despáchese" de la receta
-agregó Miranda.
-¡Qué diablo! Cuando se sabe un poco de latín hay que
lucirlo -dijo Raudo-, porque su trabajillo cuesta el aprenderlo.
Pío Cid no contestó, volvió a leer los latines
pausadamente y prosiguió:
"El aire es utilísimo para la vida. Siempre
que se os ponga delante un hombre, debéis recordar este aforismo: un hombre,
por mucho que valga, vale menos que el volumen de aire que desaloja."
-Eso me recuerda el principio de Arquímedes –dijo Gaudante
el mozo, que había estudiado Física el año anterior.
-Será un principio de Física espiritual -añadió
Moro.
"Sin aire no se puede vivir, y sin hombres se
puede vivir perfectamente. Los grandes místicos se forman en la soledad, y los
grandes filósofos en el silencio. Un hombre sumergido en una numerosa asamblea humana
pierde parte de su inteligencia, y la pérdida está en razón directa del número
de los congregados. Y esto proviene de la sustitución del aire puro por
emanaciones mefíticas, recargadas de ácido carbónico, según dicen los químicos,
y de secreciones intelectuales, venenosas siempre, y más las de hombre que las
de mujer. La condición esencial de la vida terrestre es el aire, y en las artes
plásticas la maestría suprema está en representar los seres respirando. El
pintor más grande del mundo, Velázquez, fue un pintor del aire. Si pintáis un
monstruo con siete cabezas y catorce patas, y el monstruo respira habéis
pintado un ser real; y si pintáis una figura real que no respira, no habéis
pintado nada.
"También es importante la luz, porque en ella
se funda un criterio permanente de moral. Lo que sale de la sombra a la luz es
bueno; lo que huye de la luz y se esconde en la sombra, es malo. La sombra es
el ambiente propio de la creación; pero si la creación es noble y espiritual,
busca luego la luz. Los amantes que se hablan de amor puro escondidos en la sombra,
son como esos timadores audaces que protestan de que se sospeche de ellos
cuando llevan en el bolsillo el objeto que acaban de robar. Quizás el amante
más espiritual que ha habido en el mundo fue aquel cínico desvergonzado que
convirtió en tálamo nupcial las plazas públicas de Atenas.
"De los agentes exteriores que nos rodean, el
más molesto es la sociedad; y el arte de vivir consiste en conservar nuestra
personalidad sin que la sociedad nos incomode. Hay quien vive en paz
sometiéndose a las exigencias sociales, y hay quien vive en guerra resistiéndose
a sufrirlas. Lo mejor es someterse en todo, menos en un punto importante, el
que más nos interese. En vez de llevar un traje estrambótico y exponernos a que
nos apedreen, debemos de ir a la moda, sin perjuicio de marcar nuestro
desprecio hacia la indumentaria ridícula de nuestra época por medio de algún
detalle caprichoso. Yo no veo inconveniente en que se vaya de levita y sombrero
de alas anchas, ni en que se salga sin corbata un día que otro, ni en que lleve
al hombro, en lugar de gabán, unos pantalones."
-Pero eso, ¿lo está usted leyendo o inventándolo?
- interrumpió Miranda, mientras el auditorio comentaba por lo bajo las
alusiones de Pío Cid.
Aquel día Castejón había bebido más de la cuenta, y
se había metido la corbata en el bolsillo para que no le fatigara el cuello; lo
del sombrero y la levita cuadraba muy bien a Miranda, y del viejo Gaudente se
contaba el lance de haber salido un día al paseo con unos pantalones al hombro.
Y lo extraño es que Pío Cid había acertado por casualidad, puesto que las
alusiones no eran inventadas, como al oírlas habíamos creído, sino que venían
escritas en el papel, el cual fue pasando de mano en mano hasta que todos nos
convencimos de que el autor no estaba divirtiéndose con nosotros y de que leía
textualmente los conceptos allí consignados.
"Estas pequeñas infracciones de la etiqueta -
prosiguió Pío Cid- son a veces útiles. Cuando yo iba a la escuela me salí un
día sin corbata, y por no volver pies atrás tuve una idea atrevida. Vi en medio
de la calle una mata de maíz, arranqué de ella una hoja, y saqué de la hoja una
tira, con la cual formé una corbata de lazo. Me la puse, sujetándola bien con
el chaleco y la chaqueta, que era muy cerrada, y fui a clase y pasé el día
felizmente, sin que nadie notara la superchería. Sólo a última hora un
condiscípulo, que era el más tonto de la escuela y el hazmerreír de todos, se fijó
en mi falsa corbata e hizo correr la voz para que se burlaran de mí los
escolares. Y yo sufrí la burla, pero descubrí una verdad, muy valiosa en estos
tiempos en que se cree que la sustancia del arte es la observación: la
observación, como todo, puede ser buena o mala, y hay observadores tontos y discretos;
pues lo esencial no es observar, sino lo que se observa. De esta suerte, un
hombre (o un niño) que osa cometer una discreta extravagancia, da a entender
que es fuerte y que se atreve a quebrantar los estatutos de la moda y aun los
de la urbanidad, si a mano viene, y de paso lleva en sí una piedra de toque
para aniquilar a sus prójimos o para descubrir verdades trascendentales. El
carácter humano es como una balanza: en un platillo está la mesura, y en el
otro la audacia. El mesurado tímido y el audaz indiscreto son balanzas con un
brazo, trastos inútiles.
"La audacia se adquiere conociendo el mundo,
y la discreción conociendo al hombre. Si me preguntáis cuál es el hombre más
sabio, os diré: el que, viendo un mapamundi, ve en él con amplio espíritu un
escenario donde se mueve la humanidad entera; y el abarcarlo todo de una ojeada
no ha de estorbarle para conocer a fondo el espíritu de cada uno de los hombres
con quien el azar le ponga en contacto.
"¡Hay que trabajar! Pero ¿en qué, cómo y para
qué? El trabajo más productivo es el más libre; yo he trabajado bastante en mi
vida, y nunca he trabajado más ni con más gusto que ahora, que no sólo trabajo
con entera libertad, sino que ni siquiera me mueve el deseo de adquirir la
riqueza. La propiedad, lejos de ser un estímulo, es la expresión de la fuerza que
domina hoy con no menor suavidad que la de las armas. El arte de trabajar no
tiene nada que ver con el de enriquecerse, el que aprende a trabajar ha aprendido
a ser eternamente pobre; para ser rico hay que aprender a explotar a los que
trabajan; para ser millonario hay que saber engañar a los explotadores."
-Pues ahí le duele -interrumpí yo-. Hay que
destruir este régimen abusivo por medio de leyes justas; por eso he sostenido
en los artículos que tanto has maltratado que la caridad no basta, y que hay
que transformarla en reparación social, en algo que no dependa de la dureza o
blandura de corazón de los que poseen.
"-Esa idea -me dijo- la has tomado de los autores
positivistas, que son una plaga más temible que la langosta. Lo mismo da
endulzar las amarguras de la miseria con una limosna anónima que con una
pensión consignada en algún presupuesto. La limosna parece más denigrante, pero
la pensión es una limosna fría, sin alma. Puesto en el extremo, yo preferiría mendigar
por las calles a vivir encasillado en un asilo. Todas esas componendas son
inútiles porque en ellas se conserva la causa permanente del mal; más bello que
dar es no tener nada que dar, cuando se posee sólo lo necesario para el día y
se deja lo demás para que otro lo recoja.
"Mejor que la observación de la vida es la
acción sobre la vida. La acción exterior y casi mecánica en las obras de arte,
nos parece ya ridícula. ¿Qué importa lo que los hombres hagan si es lo mismo
que ya se ha hecho mil veces? ¿Y qué importa observar si no cambia el objeto de
la observación? Lo bello sería obrar sobre el espíritu de los hombres. Si hay gloria
en matar, más glorioso es un microbio que el héroe triunfador en la batalla.
Los héroes del porvenir triunfarán en secreto, dominando invisiblemente el
espíritu y suscitando en cada espíritu un mundo ideal.
"Todos los hombres creen que hay que buscar
los medios de sostener una familia antes de tenerla. Esto se llama prudencia y
sensatez, y yo lo llamo necedad. Tú habrás pensado en casarte, y no te decides a
hacerlo hasta que tengas recursos holgados
con que atender a la que será tu esposa y a los que serán tus hijos. El
centro de tu vida actual es ese porvenir desconocido, y mientras llega vives
sin hacer cosa de provecho. Mejor sería que miraras el presente y que pensaras
que un hombre debe vivir siempre como si no hubiese de cambiar jamás. El que se
reserva el día de hoy para ser más el día de mañana, es tan cobarde como el
soldado o el general que aspira a ser héroe de la batalla decisiva, dejando que
otros luchen y caigan en las pequeñas escaramuzas sin provecho y sin gloria;
como si las escaramuzas no influyesen en el éxito final de las guerras.
Vive, pues, hoy, sin reservarte para mañana, que
tu valor te será recompensado, la fuerza que hoy gastes reaparecerá en ti
mañana con creces; porque el espíritu del hombre ruin es cada día más pequeño, y
el del nombre generoso cada día más grande. Tú vives solo y apenas tienes para
vivir, cuando con lo que tienes podrían vivir contigo diez más. Vas a tardar
varios años en constituir una familia, cuando podías constituirla ahora mismo
sin quebraderos de cabeza. ¿Cómo? Uniéndote a una mujer del pueblo.
"La familia actual es un centro de guerra,
que justifica los egoísmos más execrables de los individuos. Hay perfectos
padres de familia que cometen a diario grandes barrabasadas sin remordimiento
de conciencia, porque les disculpa el amor a sus hijos, el deseo de dejarles
bien abrigados, a cubierto de las contingencias del porvenir, sin pensar que
antes que al porvenir de sus propios hijos deberían atender al presente de los
hijos ajenos. Contra esa inexpugnable fortaleza de la familia de sangre y de
intereses, causa de nuestras luchas enconadas, hay que levantar otra fortaleza
más alta: la de la familia de voluntad y de ideas.
"Deja que se acerquen a ti cuantos quieran
acercarse y vive con ellos; y si no tienen educación te ha caído un trabajo: el
de educarlos a tu gusto; y si te dan mal pago, como es de esperar, no te
importe, porque sin querer te pagarán, dándote ocasión para que por ellos seas
más hombre que eras antes. Ahora vives vida falsa, porque el centro de tu vida
es el porvenir; te casarás con una mujer muy distinguida, y quizás pretenciosa,
que te secará el poco jugo que te queda, y tendrás unos chiquillos que
parecerán arrancados de un figurín. Yo os aseguro, y creedlo, que un hombre no
posee verdadera energía espiritual sino cuando trabaja para remontarse a las
cumbres más altas del pensamiento y descansa de sus tareas acostándose al lado
de una mujer esencialmente proletaria. Si mediante un tan feliz concierto sale
a luz un hijo bien dotado, puedes formar con él un verdadero hombre; le enseñas
un oficio para que sepa ganarse el sustento con los brazos; le instruyes en
ciencias y artes para que pueda aplicarse a diversas profesiones, y le
aficionas a la filosofía, que da la superioridad intelectual.
"Mientras los hombres que creen ser listos
reducen cada día más la familia y aumentan sin cesar las ganancias para que
nada falte, tú, como más torpe, agrandas la familia y no te molestas en ganar
más que lo preciso para vivir. Y al cabo de algún tiempo notarás que los listos
se van achicando y que tú te vas agrandando, y que de las familias pequeñas por
falta de choque espiritual, no salen más que mentecatos instruidos; en tanto
que de la tuya, aun siendo de gente pobre, que es la que se avendría a vivir
del modo que voy diciendo, verás nacer la fuerza y la originalidad, que en vano
buscan los hombres por el mundo.
"-Y si me muero -preguntarás-, ¿qué será de
esa familia sin recursos?
"-Si te mueres -te contesto-, diremos como en
el juego: otro talla. Condúcete humanamente mientras vivas, y deja que otros,
con el temor y el pretexto de lo que ocurrirá después de su muerte, continúen viviendo
tan mal que los juzguemos indignos de haber nacido. Aunque no dejes recursos,
dejas jirones de tu personalidad adheridos a cuantos cerca de ti vivieron, y
dejas el ejemplo de tu vida, que es el único testamento que debe dejar un
hombre honrado.
"Hay quien coloca el centro de la vida humana
en el poder exterior, en la riqueza, en un bien convencional. Yo pongo el
centro en el espíritu. ¿Qué soy? Nada. ¿Qué apetezco? Nada. ¿Qué represento?
Nada. ¿Qué poseo? Nada. Ahora estoy en camino de ser un verdadero hombre,
puesto que si existe mi personalidad sin buscar apoyo fuera de sí, es porque dentro
tiene su fuerza.
"La personalidad se acentúa con el ejercicio.
Al derrocharla en trabajos al parecer improductivos, se adquieren fuerzas para
crear obras útiles. Y lo esencial no es la obra sino que la máquina esté
siempre expedita para funcionar. En una herrería lo importante es la fragua,
porque sin ella, la herrería no existe; lo accidental es que de la herrería
salgan trébedes, tenazas, badilas, rejas de arado o instrumentos de varias
aplicaciones. Así, en el hombre lo de menos es seguir estos o aquellos
estudios, dedicarse a esta o aquella profesión; lo de más es ser hombre, y para
serlo hay que tener encendida la fragua.
"¿Cómo se consigue esto? Muy fácil: dándole
al fuelle. La fragua del hombre está en el cerebro, y el fuelle es la palabra.
El cerebro es un antro desconocido; pero la palabra depende de nuestra
voluntad, y por medio de la palabra podemos influir en nuestro cerebro. La
transformación de la humanidad se opera mediante invenciones intelectuales, que
más tarde se convierten en hechos reales. Se inicia una nueva idea, y esta
idea, que al principio pugna con la realidad, comienza a florecer y a fructificar
y a crear un nuevo concepto de la vida. Y al cabo de algún tiempo la idea está
humanizada, triunfa, impera y destruye de rechazo la que le precedió. También
el hombre se transforma a sí mismo expresando en alta voz ideas, que al
principio son conceptos puramente intelectuales, y luego, por reflexión, se
convierten en pauta de la vida; porque la realización material de una idea
exige la previa realización ideal. Cuando no se tienen ideas, la palabra es
inútil y aun nociva. Si la fragua está apagada, ¿qué se consigue con darle al
fuelle? Enfriar más los carbones. De aquí la conveniencia del silencio
pitagórico, precursor de la idea e indicio de preñez espiritual. Quienquiera
que, teniendo el cerebro vacío, hable sólo para aturdir a los que le escuchan,
debe callar en el acto. El hablar maquinalmente revela temor en la
inteligencia; es como el canto con que disfraza su cobardía el pusilánime cuando
pasa por un sitio que le inspira miedo. En cambio, la palabra que anuncia una
idea es utilísima, porque es el primer paso para realizarla. Al principio nos
parece la idea imposible o absurda; después de anunciada nos va pareciendo
posible y natural, aunque superior a nuestras fuerzas; por último, nuestras
fuerzas se excitan, se ponen a la altura del propósito, y a veces lo superan.
Una arenga impetuosa decide el triunfo en una batalla. Una palabra empeñada
lleva a un hombre a acometer empresas superiores a sus propios intentos. Un hombre
tenaz, animado por una idea claramente concebida y expresada, triunfa siempre,
aunque luche contra él la sociedad entera. No sólo el hombre, hasta los
animales se dejan influir por la acción sugestiva de la palabra; por esto la
cualidad esencial de un carretero es tener buenos pulmones.
"La mayoría de los hombres son comparables a
un viajero tonto, que emprende un largo viaje llevando todo lo necesario,
excepto espíritu para ver las cosas. Todos procuran ser algo y casi todos se
olvidan de ser. Por lo cual, entre tantos hombres clasificados o clasificables
como existen sobre la superficie del globo, no es fácil hallar un hombre
verdadero. Aunque en vez de una linterna llevásemos una lámpara incandescente,
no adelantaríamos hoy más que adelantó Diógenes en su tiempo, porque conforme
va aumentando la potencia de la luz artificial va disminuyendo la humanidad del
género humano.
"Hay, pues, que ser hombre ante todo, dejando
para después los estudios y trabajos que nos entretienen o nos dan el pan de
cada día. Y la calidad del hombre se ha de conocer, no en simples palabras, sino
en hechos, en la comprensión total de la vida. He aquí un hecho usual, que
puede servirnos de medio de prueba: ¿qué hombre no ha hallado alguna vez a una
mujer caída en el vicio? Este hallazgo vulgar inspira varios pensamientos, en
los cuales cada hombre da la medida de su humanidad. La mayor parte no piensa
más que en aprovecharse de la desgracia para satisfacer su sensualidad; éstos
son hombres apagados, mejor dicho, son
bestias. En otros más intelectuales, la sensualidad queda dominada por la
curiosidad; el médico ve allí un caso patológico; el literato, un caso
novelesco o dramático; el pintor, un caso pictórico, y así por el estilo mil casos
o asuntos, según los diversos puntos de vista. ¿Cuánto más noble no es el que
siente piedad y ama a la mujer caída, y por el amor la regenera y la redime? El
que mira con amor al desvalido es más humano que el que le estudia sin amarle.
Pero se puede hacer por esa mujer caída algo más que redimirla por el amor: se
puede subir aún más alto…"
Pío Cid dobló el papel y lo dio a Moro,
diciéndole:
-Guarde usted eso, y si le parece que sirve
publíquelo en la revista nonata.
-Pero ¿ha concluido usted ya? -preguntó Moro.
-Sí, ya he concluido; y el papel, aunque era
grande, se concluyó también al llegar ahí.
-Pues falta precisamente lo esencial -dijo Moro-, porque
yo le confieso a usted que no sé qué se pueda
hacer más por una mujer mala que amarla y
rehabilitarla a los ojos del mundo.
-Se puede hacer más -contestó Pío Cid-; pero esto no
está en mi mano declararlo, porque, si lo declarara, les habría descubierto a
ustedes la ley primitiva y perenne de la creación.
-¿Y qué mal habría en ello? -preguntó Moro mirando
a Pío Cid, como si dudase de que éste hablara en serio o se hallara en su cabal
juicio.
-Ya ha oído usted -contestó Pío Cid- que para mí
el carácter humano está constituido por el equilibrio de dos fuerzas
antagónicas: la mesura y la audacia. Yo he tenido o creo haber tenido (que para
el caso es igual) la audacia de concebir una ley nueva, que, más que ley, es
aspiración permanente del universo; y como sé que todos los inventores lo pasan
muy mal y yo no estoy porque nadie me fastidie, quiero demostrar mi mesura
reservándome el secreto. Así conseguiré ser un inventor feliz, especie nueva en
la historia humana.
-Dispense usted que le diga -arguyó Miranda algo amoscado,
porque creía que Pío Cid hablaba en tono zumbón- que por el sistema de usted
todos podemos ser grandes inventores. Basta decir que hemos descubierto un
nuevo planeta, pero que nos reservamos fijar el punto del espacio en que se
halla.
-Yo he descubierto más que todo eso -contestó Pío Cid-,
porque he descubierto que no hay tales planetas, ni tales satélites, ni tales
cometas, ni astro alguno en el espacio, y en su día lo demostraré. Cuando yo
digo que me reservo el secreto de mi descubrimiento, debo decir que aplazo la
revelación para después de mi muerte. Si después de muerto se demuestra que
desgraciadamente me había equivocado, la demostración llega tarde, y yo me he
ido al otro mundo con mi ilusión en el cuerpo; y si, al contrario, mi invención
es verdadera, la envidia no puede ya tocarme. Yo desprecio la gloria; utilidad no
la busco, ni mi invento es útil, que si lo fuera lo descubriría en el acto,
porque entonces no tendría importancia mayor. Así, pues, no hay razón ninguna que
me aconseje romper mi silencio, y les ruego a ustedes que tengan espera y
suspendan su juicio hasta después de mi muerte, que poco ha de tardar.
-Entonces -dijo Moro-, ¿hará usted esa revelación en
su testamento?
-Pienso morir intestado -contestó Pío Cid-. La dejaré
en una tragedia que tengo ya escrita, y cuya acción se desarrolla precisamente
aquí, en la Alhambra.
-¿Y cómo se titula esa tragedia? -preguntó Ceres,
que no concebía nada sin título.
-No se titula de ningún modo -contestó Pío Cid-.
Interinamente la pueden ustedes llamar Tragedia,
pues en realidad no es una tragedia particular, sino la tragedia invariable
de la vida.
-Hombre, nos ha excitado usted la curiosidad de
tal modo -dijo Gaudente el viejo tomando un vaso de agua con azucarillo-, que
vamos, sin quererle a usted mal, a desear que muera pronto.
-Yo me moriré cuando quiera -dijo Pío Cid-, y aun
soy capaz de aligerar a morirme por dar gusto a ustedes.
-Eso no -dijo Raudo-; por ahora nos contentamos
con leer su artículo, que tiene bastante miga. Es una medicina que hay que
tomar a pequeñas dosis.
-Pues para mí es como agua destilada -replicó
Castejón.
Después de la lectura de Pío Cid y de los
comentarios a que dio lugar, hubo aún tiempo para que leyera Miranda su linda y
breve novela La cáscara amarga, cuadro primoroso de costumbres
del Albaicín, y Castejón el capítulo primero de la leyenda árabe que tenía
entre manos desde hacía mucho tiempo. Con lo cual se hizo de noche, y acordamos
subir a merendar a un ventorro de la Alhambra donde Moro, que además de poeta
era gran guitarrista, nos hizo pasar un rato delicioso oyéndole rasguear unos
jaleos de su invención. La literatura y la música nos abrieron el apetito de
par en par, y bien pronto estuvimos todos de acuerdo para declarar que nuestros trabajos juntos no valían lo que la
pescada en blanco y el jamón con tomate con que nos regaló el pico el amable
ventorrillero. Hubo derroche de líquidos, discursos y su poquito de cante, y
acaso nos hubiera amanecido si no estuviera ya resuelto nuestro viaje. El viejo
Gaudente se achispó e hizo
consideraciones muy sentidas acerca de la brevedad
de nuestra vida y de la conveniencia de aprovechar el tiempo para divertirse
cuanto buenamente se pueda.
-Yo no soy aficionado a filosofías -concluyó
dirigiéndose a Pío Cid-, y no me he hecho cargo de lo que usted nos ha leído;
pero creo que cuando un hombre aprende a pasar ratos tan agradables como éste
de hoy, ha aprendido cuanto necesita para vivir, y todo lo demás le sobra. Su
receta será buena; pero este vinillo blanco es mejor. Brindo, pues, por el dios
Baco y por su distinguida esposa la diosa Alegría, en cuyo seno se olvida uno
de todas las ciencias y de todas las artes inútiles inventadas por los tontos.
Fue tal el brío con que quiso apurar la copa, que
le saltó el botón del cuello de la camisa, y como el cuello era postizo, se le
quedó suelto por gola, dando al alegre viejo un aire cómico que nos hizo reír a
carcajadas.
Pío Cid tomó pie de ello para pronunciar una
tremenda filípica contra los puños y cuellos postizos, que, en su opinión, eran
la expresión más ridícula que cabe concebir de la triste inestabilidad de las
cosas humanas.
-Ese botón que se ha roto -añadió- es como la
alegría invocada por el amigo Gaudente. Si pudiéramos ir sin botones, y aun sin
camisas, yo sería el primero que me pondría en cueros vivos; pero un botón que se
rompe nos obliga a buscar otro, y lo mejor es usarlos de metal duro para que no
se rompan jamás.
¿De qué sirve romper la triste monotonía de la
vida con una alegre borrachera, si a poco hemos de volver a la monotonía,
quedándonos sólo el amargor de boca del pequeño abuso que cometimos? Esas
alegrías, postizas como los cuellos, a mí no me satisfacen. Busquemos la
alegría en lo hondo y en lo íntimo de nuestro espíritu, y si llegamos a
hallarla nos parecerán despreciables esos breves aturdimientos con que antes
distraíamos nuestra tristeza. Ya sé que el hombre aturdido, que se ríe de todas
las cosas, es más simpático que el grave predicador, el cual muy fácilmente se lleva
los títulos de pedante y burro.
Yo he pasado con vosotros uno de los días más
alegres de mi vida; pero mi alegría no proviene del beber, porque no he bebido;
ni del comer, porque apenas he comido, bien que por el olor comprendiera que el
amo de este castillo no es rana; si voy a decir la verdad no he comido más que
aceitunas, que me gustan al perder desde pequeño; y aun os he de declarar que
este plato, andaluz por esencia, por ser nuestro suelo el más olivífero del
mundo, es mi plato favorito, y os lo recomiendo porque desarrolla la energía
cerebral con caracteres originales. Los grandes filósofos griegos fueron
devotos de la aceituna. La cultura griega debe más al olivo que a ningúnotro
árbol o planta; y la nación más apta hoy para ejercer en el mundo la supremacía
ideal es España, por ser la nación que produce mayor cantidad de aceite. Pero
dejando a un lado estos perfiles, os aseguro que hoy he estado yo alegre, y que
mi alegría no viene de excesos que no he cometido,
sino de una complacencia puramente espiritual. Ya sabéis
que amo el aire sano y la luz natural, el agua cristalina y el arte puro. Para
mí, la verdadera civilización es la que florece en medio de la Naturaleza.
Si hubierais estado en un salón de sesiones, con
un presidente que os diera y os quitara la palabra a campanillazos, hubierais
visto cuan pronto escurría yo el bulto; mientras que en una asamblea acéfala, y
bajo la bóveda del cielo, me figuraba que no éramos cultivadores artificiosos
de las letras, sino más bien como un grupo de braceros del campo que suspende sus
faenas un momento y se pone a la redonda para fumar un cigarrillo. Si tuvierais
paciencia para seguir muchos años estas saludables prácticas, veríais surgir
verdaderos portentos; porque el arte original nace siempre al aire libre,
cuando el hombre se remonta al ideal, sin separar los pies del terruño ni los ojos
de la contemplación de las bellezas naturales.
Este breve discurso mereció la aprobación del
auditorio y fue la señal de la dispersión. Todos quisieron despedirnos, y
juntos bajamos por las cuestas de la Alhambra en grupos. Yo vine todo el camino
con Miranda comunicándonos nuestras impresiones.
-Si quieres que te diga mi verdadera opinión –me dijo-,
Pío Cid me ha parecido un hombre extravagante. No es un tipo vulgar, pero
tampoco es lo que tú nos habías anunciado. Mucho más valen los versos de Moro y
el relato de Antón, que la sarta de incoherencias que él nos ha enjaretado en
su Ecce homo.
-No es posible comparar una cosa con otra -repliqué
yo-. Lo que han leído Moro y Sauce son trabajos literarios, a los que ya está
hecho nuestro paladar, y lo que ha leído Pío Cid es cosa nueva, que no es
ciencia ni arte.
-Pues, ¿qué es entonces? -me preguntó Miranda.
-Es una creación -le contesté-. Es incoherente
como una receta, en la que un médico combina diversas sustancias que nada
tienen que ver las unas con las otras; pero si la receta cura, ¿qué más se
puede apetecer?
-¿Y tú crees que la receta de Pío Cid puede
reconstituir el carácter y robustecer la voluntad, ni que haya quien pueda
seguir los consejos de la receta…?
-Si no hay muchos que los sigan, habrá alguno; y basta
para el caso que uno los siga y los demás aprendan a tener amplitud de criterio
para comprenderle y no censurarle. Lo que a primera vista parece extravagancia,
puede muy bien ser como el sabor desagradable de ciertos medicamentos; quizás
después de varias lecturas desaparezca el mal sabor, y entonces, asimiladas ya
las ideas, serán como el espigón de una estatua que se nos ha metido dentro del
cuerpo. Yo creo que Pío Cid conoce el espíritu del hombre; que así como un
mecánico monta y desmonta una máquina, cuyo mecanismo es para los profanos
incomprensible, así él manipula en el espíritu humano y lo transforma.
-Pero si eso fuera cierto, Pío Cid sería un hombre
distinto de los demás.
-Todos los hombres son iguales, y los que
descubren algo nuevo son tan hombres como los otros. Tienen cierta superioridad
momentánea hasta tanto que el invento se divulga y caemos en la cuenta de que
la idea misteriosa es como el huevo de Colón. Desde que el mundo es mundo ha
habido hombres que han influido sobre el espíritu de otros hombres; lo han
hecho a ciegas, tanteando, a la manera de los pedagogos. Figúrate que se logra
descomponer el alma del hombre, como se descompone la luz en el prisma, y
descubrir la variedad de fuerzas que la constituyen, y combinar estas fuerzas
para producir estados originales. Conocida la ley fundamental de la creación,
¿quién sabe adónde podrían llegar las consecuencias?
-¿Y es ése el invento de tu amigo? -me preguntó Miranda.
-No es ése -le contesté yo-. Hablo por hablar,
pues no estoy más enterado que tú. Y casi creería que no hay tal invento, y que
Pío Cid es un humorista serio, que ha tomado el mundo por vaina. Pero aunque
así fuera, él hace cosas que no es capaz de hacerlas nadie.
Después de pasar un rato con mi familia, volví a reunirme
con mis amigos en la Puerta Real cuando ya iba a salir la diligencia.
(De Los
trabajos del infatigable creador Pío Cid. Trabajo quinto)
Comentarios
Publicar un comentario