Ángel Ganivet: Una derrota de los greñudos


Cuando yo iba a la escuela estaban de moda las Congregaciones de San Luis Gonzaga. A mí me
hicieron congregante de la de San Cecilio, y yo, que era más tunante que devoto, aprovechaba los días de congregación para trabar conocimiento y amistad con toda la granujería de mi dilatado barrio. Antes que el estudio y el roce social les desbaste o afine por completo, todos los muchachos, aún los llamados niños de buena casa o herederos de encopetadas familias, sienten a ratos deseos violentos de tirar la casa por la ventana y de igualarse a los granujillas que viven al aire libre, correteando por las calles, jugando en las plazuelas o, en verano, revolcándose en la arena de los ríos sin agua y bañándose en cueros vivos, varias veces al día, en los tranquilos y seductores remansos.  (...)

A decir verdad, cuando yo iba a mi congregación y en lugar de meterme en la Iglesia de San Cecilio me quedaba en el Campo del Príncipe, jugando con los muchachos y aprendiendo sus picardías(...). La batalla que yo intento describir, es de las más famosas en los fastos bélicos granadinos. Entre tantas guerrillas como éstos contienen, las más empeñadas y sangrientas, fueron siempre sostenidas por los indígenas del barrio de San Cecilio, conocidos vulgarmente por los «greñudos» (no se sabe si por lo inculto de sus espesas cabelleras, o si por lo selváticos y peludos que son por fuera y por dentro) contra los habitantes de la parroquia de las Angustias, reforzados a veces por los de las parroquias colindantes. Los greñudos, establecidos en la vertiente de una montaña, se sienten continua y naturalmente impulsados a caer sobre los de las Angustias, que viven o acampan en el llano; la causa de la guerra es constante; falta sólo el pretexto y en cuanto éste se presenta, la irrupción no se hace esperar; circula el grito de guerra, apréstanse las ondas, organízanse los escuadrones al mando de los más bravos caudillos, y antes que las autoridades tengan noticias de la conflagración, las márgenes del Genil se estremecen bajo el peso de los guerreros, y las madres tiemblan por sus hijos, muchos de los cuales vuelven a casa llenos de chichones y cardenales, y el río no se detiene, ni saca el pecho, ni dice nada; sigue impávido su curso, pensando quizá que hasta él no llegará la sangre.

¿Cuál fue el pretexto para la guerra? (…) Yo no sé lo que dirían los de la Virgen; por parte de los greñudos sí puedo afirmar, que el motivo que tuvieron para declarar la guerra fue grave y fue justo. Estaba entonces en la Puerta de los Molinos el ventorrillo del tío Grajo; hoy hay allí una barriada de casas, pero en aquella sazón el ventorrillo con la casa del herrador y la Parrilla, eran los únicos edificios más o menos urbanos; y el Barranco estaba en poder casi exclusivo de la gitanería. Lo único que se conserva igual es el fielato de consumos, porque para todo lo que representa una carga y un vejamen, el tiempo pasa suave y benéfico.

A tan acreditado ventorrillo, punto de parada en aquel entonces, de los arrieros que vienen de los pueblos de la Ribera, de Cenes, Pinos, Dúdar, Quéntar y Güéjar, con diversas frutas, entre las que descuellan las negras «papas de la Sierra», llegaron a tomar cuatro copas, como unos hombres, ciertos zagalones bocaranes y pendencieros de la calle Nueva, aprendigones de matarife, si las historias no mienten, y aprovecharon la ocasión para mover camorra con otros mozuelos de la Quinta, que entraron a echar la espuela antes de volver a sus casas, después de un día de aperreo. Porque estábamos en los comienzos de la primavera, época en que la sangre se enardece y en que la Sierra Nevada, por no ser menos, se derrite y nos manda sus temibles avenidas, en las que a veces va volando media Vega. Por lo menos las presas se van y hay que echarlas a escape para el surtido de la población, y para que trabajen los artefactos; y en punto a hacer caballos y a meterlos en medio del río, y a retaparlos con fagina, aunque sea trabajando con agua hasta el cuello, no se conoció jamás gente tan dura y resistente como la de la Quinta Alegre. Las presas y el matute son las especialidades de este barrio, y bien puede perdonársele las sangrías que da la renta de consumos por los buenos oficios que presta a la ciudad con sus valientes «preseros».

(…) El tío Graja, que era hombre pachorrudo, pero enérgico y con más agallas que picadas de viruela, (y cuentan que tenía la cara hecha una criba) cortó la bronca por lo sano con varias interjecciones de su abundante y castizo repertorio, y la cola no pasó a mayores. Los de la calle Nueva se retiraron pensando en tomar desquite, y los de la Quinta tomaron un «culitraquero» más para indicar así, de una manera clara y expresiva, que la cuestión les había dejado tan frescos como antes, con un baño de ocho horas en el cuerpo, se encontraban.

Los de la Virgen vieron en este pequeño altercado una ofensa a toda su parroquia y un ataque a las leyes sagradas de la hospitalidad, reconocidas y acatadas aún por los pueblos más salvajes, y creyeron, con obcecación acaso disculpable, que era preciso aplicar la ley del talión para restablecer el orden  jurídico, en mal ora perturbado; y la víctima propiciatoria fue como suele ocurrir en tales casos, un inocente. En la calle de Molinos tenía una tienda de verduras, aceite y carbón, la señá Nicolasa, una viuda más que entrada en años, de cuya bondad y honradez, así como del abandono y suciedad de su persona, de su  familia y de su casa, se hacían lenguas todas las comadres del barrio; por donde se ve una vez más que es difícil que todas las buenas cualidades estén reunidas en una criatura de Dios, pues si la señá Nicolasa hubiera sido más limpia y cuidadosa, es seguro que fuera también menos honrada y buena, como lo ha notado en muchos casos el cronista que esto escribe. La señá Nicolasa era madre de varias hijas, todas feas y sucias como su madre, y como ella buenas y sencillotas; todo esto con arreglo y sujeción a las leves de la herencia y selección natural, hoy en candelero; asimismo era madre de un hijo, único hijo, llamado Garibaldi, no por su amor a la libertad, ni por su ardor bélico, sino por usar a diario en todas las estaciones una garibaldina, roja como la grana en su origen y de día en día más obscura, conforme se iba ensuciando; pues es fama, que ni la señá Nicolasa ni ninguna de sus hijas, pensaron jamás en lavar la garibaldina del joven Garibaldi: y aun hay quien afirma que la elección de una garibaldina y no de otra prenda, para vestir a su único retoño masculino, fue inspirada a la honrada tendera por el conocimiento que tenía, de que las garibaldinas son las prendas más sufridas, las que más resisten sin que las laven, y las que mejor ocultan la mugre acumulada por la acción «indecente» del tiempo.

Además de sus hijas e hijo, tenía la señá Nicolasa un mulillo romo de grandes aptitudes para el trabajo y, lo que es más raro en su casta, de gran  nobleza de sentimientos. Bien es verdad que los mulos romos, como hijos que son de burra, tienen mayor cantidad de materia asnal que los hijos de yegua, como lo demuestran desde luego en ser de talla mediana y muy cabezudos, y en cuanto a las facultades intelectuales, son más tardos de comprensión que los mulos predominantemente caballares. Sin embargo yo he conocido mulos romos que, heredado de sus madres no sólo la forma material, sino también las intenciones dobles y rastreras que de ordinario se atribuyen a la especie asnal, tanto más peligrosas, cuanto que únicamente se muestran en casos extremos, por ser los burros de suyo muy resignados.

Algo de esto reza con el mulillo de la señá Nicolasa, que jamás dio motivos de queja, no obstante los malos tratos que le daba su habitual caballero Garibaldi, cuya ocupación principal, a la que forzaba su madre, era ir con el mulillo a la plaza o a otras tiendas al por mayor a comprar provisiones para el tenducho de la calle de Molinos, amén de otros servicios, de transporte, extraños a la casa, en los que «Carbonerillo» que así se llamaba la bestia, ganaba su jornal como una persona, contribuyendo a sostener las cargas de familia, con notable ventaja sobre el difunto marido de la señá Nicolasa, quien no metió por las puertas en toda su vida, más que dos menudos picotazos que sacó a la lotería, jugando con el dinero que ganaba su mujer. La paciencia del Carbonerillo tenía sus límites, como lo tienen todas las cosas humanas, y a que rebasara esos límites le forzaron los matarifes de marras, los de la calle Nueva; venía con sus cargas de provisiones de la plaza, con Garibaldi encima, y alguien ideó, no se ha sabido a punto fijo quién, afrentar al barrio de San Cecilio en venganza de la reciente escaramuza del ventorrillo del Grajo. El Garibaldi era un greñudo y el Carbonerillo lo era también: tuvieron, pues, la ocurrencia de colocar una ortiga debajo del rabo del animal y Garibaldi, que, como de costumbre, iba papando moscas, vino al suelo, dando una voltereta por las ancas, mientras la bestezuela salía disparada como un cohete, regando la carga por el Campillo y calle de San Matías y volcando por último los serones, para correr más desembarazada y ligera a la querencia de su cuadra y familia.

De todo esto se habló larga y apasionadamente en la reunión de aquella tarde en el Campo del Príncipe, a la que yo por casualidad asistí, y se acordó en el acto declarar la guerra al enemigo para el día siguiente que era de fiesta. Cuatro emisarios partimos con orden de llevar la noticia por todo el barrio y buscar refuerzos; yo era de la partida, porque bien que nativo de las Angustias, vivía en San Cecilio y me consideraba como greñudo de adopción. Acaso lo más cuerdo hubiera sido apartarme de estas luchas intestinas, y declararme neutral entre las partes contendientes, ya que con ambas me hallaba ligado por lazos de naturaleza o vecindad; pero yo entonces era un muchacho sin pizca de juicio, y me decidí a ponerme del lado de la razón, que creía y creo que estaba de parte de los greñudos, y mi decisión, a pesar de inspirarse en móviles levantados, estuvo a punto de costarme la vida. Pero no adelantemos los sucesos, como dicen los novelistas. Cuatro éramos, como he dicho, los emisarios, embajadores, o como quiera llamársenos: Paquillo el Cabrero tenía dotes naturales de diplomático, pues no había quien le igualara en la habilidad para encaramarse en un dos por tres hasta las copas de los álamos, escamujar el ramón para las cabras y coger nidos, burlando siempre la vigilancia, de los guardas de las alamedas. Ya podían poner los dueños un guarda al pie de cada árbol; Paquillo robaría indefectiblemente el ramón para las cabras de su padre, y lo robaría sobre seguro y con la conciencia tranquila, porque, como él decía, quitarle aquello era quitarle su comer. Como este legado vivía en los Mártires, se separó de nosotros en las Vistillas, para comenzar allí su propaganda por todo su extenso distrito.

Pocos pasos más allá se nos separó otro emisario, el Tobalo, llamado así por ser el nombre de Cristóbal el de todos sus ascendientes en línea masculina. Yo no sé como se llamaba, pero llámese como se llame, él, así como sus descendientes serán siempre Tobalos, y las que con ellos se casen las Tobalas; y sean cuales fueren los cambios que ocurran en nuestra nación, el papel de los Tobalos será recoger basura por las calles y apilarla a la puerta de sus casuchas en el Barranco del Abogado, para venderla después a los labradores a tres o cuatro reales la carga; y la misión de las Tobalas, será vender higos chumbos en la Carrera, cerca del Casino Principal. Yo los he tomado allí algunas veces y afirmo que nadie le llega a la Tobala, o a la que le toque en turno en la sucesión de los tiempos, cuando se trata de cortar un higo chumbo en tres golpes, certeros como los de un consumado maestro de anatomía, que opera un organismo paciente, y de ofrecerlo, empujándolo por bajo con el dedo, ante los ojos del parroquiano, quien, si es observador discreto, notará con satisfacción que nada del higo ha quedado en la cáscara, y que la cáscara, no ha tocado en el higo, y que mientras las cáscaras, todas igualmente cortadas, caen y se congregan en montón para servir de alimento bueno y barato a los marranillos que la Tobala va criando para sostenerse con ellos durante el invierno, los higos van pasando al estómago, sin que en el camino hagan el más insignificante rasguño. No crean Uds. que es tan fácil partir bien un higo; quizás sea más difícil que hinchar un perro.

Quedose, pues, el Tobalo en la Puerta de los Molinos, y continuamos los dos nuncios restantes hasta la Quinta Alegre. Porque debo decir, aunque de ello me avergüence, que a pesar de ir yo como delegado de la junta central del Campo del Príncipe, no se me consideró suficiente personalidad para llenar acertadamente mi encargo, porque la decencia de mi ropa y mi porte de «señorico», inspiraban grandes dudas acerca de mi valor y hasta de mi lealtad. Se me agregó otro emisario, que era el emisario verdadero, aunque no se llegó a marcar fijamente quién de los dos era allí el que debía llevar la voz cantante. A la entrada del camino de Huétor, que entonces no tenía el aspecto semiculto de hoy, sino que parecía un aduar africano, estaban los mozolejos del barrio jugando a la tángana. Dos filas de espectadores presenciaban el ir y venir de los jugadores, y celebraban el tino del que acertaba a derribar el canuto de caña, cargado de monedas, o a acercar a las monedas caídas las piezas con que tiraba, que eran de las antiguas isabelinas de a medio real.

Yo conocía a toda aquella patulea: al Papulo, que había ido a los Escolapios a la clase de párvulos, de donde le venía su curioso nombre; al Rey y al Pirilón, al Bautista y al Cuadrado y a las extensas dinastías de los Titos, los Cedaceros, los Toreros y a los Vaqueros; vaya usted a recordarlos todos. Ninguno tenía oficio regular, como no se le dé este nombre a meter matute los grandes, o a servir de espías los chicos, para burlar los pasos de la ronda volante de guardas. Esta circunstancia había decidido la elección de mi compañero de embajada, que no era otro que el Chato de los Mártires, pues éste vivía en un carmencillo de lo alto del Caidero, donde los del matute hallaban campo abierto para correrías nocturnas. Así, pues, no tuvo más que presentarse, para que le acogieran con grandes muestras de consideración.


-Oye tú, Chato, ¿qué es lo que traes por aquí?-dijo el Papulo, que por saber leer y escribir, aunque muy mal, era de los más respetados de la Asamblea.


-Se trata de romperles el bautismo a los de la Virgen, que andan muy sacados de culero y han hecho una que les va a costar cara.


Y aquí vino la relación breve y gráfica de la desventurada aventura de Garibaldi y su romillo, con la firme decisión del barrio de hacer algo que fuera sonado.


-Eso va también con nosotros, Chato. Y lo que se va a hacer hay que hacerlo ya mismo, porque donde cae el burro se le dan los palos.


-Mañana por la tarde vamos a vernos las caras. Por aquí vamos a venir para entrar en los Callejones. Aquí nos juntaremos.


Y dicho y hecho. Al día siguiente, el Cojo del Realejo, que se había hecho cargo de movilizar las huestes del núcleo central del barrio, tenía a sus órdenes prestos y disciplinados cerca de un centenar de guerrilleros.  A eso de las cuatro de la tarde, el primer cuerpo de ejército estaba formado en el Campo del Príncipe. El Cojo, que era aprendiz de talabartero, inspiraba temor a todos por las heroicidades que de él se contaban, y de las que habían sido víctimas muchos de sus mismos admiradores; era el gallito del barrio y fue acatado sin discusión como jefe supremo o generalísimo. Las fuerzas iban en tres bandos, cada uno con su capitán o cabecilla: el primero dirigido por el mismo Garibaldi en persona, como parte ofendida y sobre manera interesada en la contienda; el segundo por el Cabrero, el hábil emisario, y el tercero por el Colgao, quien llevaba además un horcón con un pañuelo rojo y muchos cintajos de bandera española, retazos de la que hacían en su telar. La familia del Colgao tenía en los Mártires un telar de seda (cada día van quedando menos), y dada la penuria del oficio, apenas trabajaba si no era en tejer cintas con los colores nacionales, para liar atados de cigarros o componer y adornar moñas, fajines, bandas y demás artículos patrióticos, que ya que para otra cosa no sirvieran, servían para que fuera viviendo la familia del Colgao, y para que éste se pasara la vida sin hacer nada, porque lo que en su casa había que hacer «era cosa de mujeres».


Partimos en desordenada marcha y al llegar a las Vistillas de los Angeles, se nos incorporó nuevo y fuerte grupo, formado por algunos auxiliares que habían venido por el Caidero, con Paquillo a la cabeza, y principalmente por las fuerzas reclutadas en el Barranco y sus contornos por el infatigable basurero y  diestro diplomático Tobalo. Aunque parezcan incongruentes ambas habilidades, es positivo que ambas se completan, porque un basurero necesita tener don de gentes y saber ganarse las simpatías si quiere librarse de la molestia de ir barriendo la basura por las calles, y aspiran que se la den las criadas de las casas, ciertos días fijos de la semana. El Tobalo no se reservó tampoco, como otro hubiera hecho en su lugar, la dirección de la guerrilla de su barrio, sino que la confió a los Cenacheros, que tenían fama de peleístas y lo eran en realidad.


Bajamos en correcta formación por la Ribera de los Molinos, donde imperaban por aquel tiempo los innumerables Cagachines, los gitanos, herreros, tocaores de guitarra y cantaores, que amenizaban la existencia del vecindario más alegremente que los martilleos de la fundición, establecida hoy donde ellos tenían sus miserables fraguas.


En la Quinta se acabó de organizar nuestro ejército. Los quinteros engrosaron nuestras filas con una nutrida falange, capitaneada por el Pajarillo, que más adelante había de ser «tristemente célebre» y que ya era pajarillo o pájaro de cuenta. Se acordó que en varias secciones fuera delante la gente de brío, que con hondas o a brazo, sostuviese la pedrea, y llevase el peso de la lucha.


Los más chicos de las bandas o los que no servían para tirar piedras, por falta de fuerzas o de puntería, eran encargados de recoger «metralla» y en cenachos llevarla y ponerla en montones al alcance de las tropas de línea. Yo fui de los metralleros y cumplí a conciencia mis deberes, no muy difíciles de llenar, porque las piedras abundaban; pero arriesgados cuando había que acercarse y desafiar el zumbido de las piedras enemigas, no menos temibles que las balas.


Avisado a tiempo el enemigo y deseoso de afrontar el combate, se había establecido a pie firme al lado acá del puente de Genil, entre el puente y los Escolapios. Yo quisiera poseer el don de la ubicuidad para contar también lo que ocurrió en el bando de la Virgen, y cómo se formaron las huestes, en las que se afirmaba que venían no sólo toda la parroquia de las Angustias, sino casi toda la Magdalena y algo de San Matías también. Lo que yo supe de cierto, fue que el jefe de las fuerzas contrarias era el Navarrete, compañero mío de escuela, sumamente desaplicado y camorrista y aficionado al toreo, al que se dedicó más tarde, aunque sólo para ejercer de torero de invierno, pues su reconocido valor, del que dio brillantes pruebas en esta batalla que dirigió contra los greñudos, desaparecía en cuanto se le presentaban delante de los ojos, aunque fuera a larga distancia, dos cuernos, siquiera fuesen éstos de un inocente recental y clavados en una tabla, como es costumbres clavarlos cuando los chicos juegan al toro.


Grandes alternativas ofreció la lucha, y sin que la pasión me ciegue, diré que la victoria debió de ser nuestra. Empezamos a disparar nuestros proyectiles en la esquina del Callejón del Pretorio, lugar estratégico hábilmente elegido por los jefes, pues desde él se podía realizar a la perfección aquello de tirar la piedra y esconder el brazo; los de nuestra bandería se asomaban a la explanada de los Escolapios y después de disparar volvían a esconderse en el Callejón y a prepararse de nuevo; mientras que los contrarios no tenían más parapeto que la baranda del puente o los árboles del Violón; y a parte de la ventaja de nuestras posiciones, teníamos la ventaja de nuestro esfuerzo y destreza. Algunos aficionados a emociones, que presenciaron la pedrea desde el Humilladero, aseguran que era interesante ver las piedras cruzar como en un bombardeo, formando arcos en contrarias direcciones, dibujados sobre la fachada impasible de los Escolapios, que servía de fondo a este cuadro vivo de nuestras discordias; y aseguran también que la pedrea más sostenida, más nutrida y más regular, fue la de nuestro bando. Atestígüenlo si no las numerosas bajas sufridas por el enemigo, los descalabrados y contusos que tuvieron que retirarse del centro de operaciones.


El bando de la Virgen, comenzó a flaquear y a dispersarse en dos direcciones; los unos hacia el puente de la Virgen, los otros hacia lo hondo del Violón; esta circunstancia nos pareció decidir nuestro triunfo; circularon órdenes de avance y nuestra primera línea llegó hasta el puente Genil; los metralleros nos quedábamos entre el Callejón y el río, amontonando nuevas provisiones de guerra.


Entonces los enemigos acudieron a una hábil estratagema. Como nuestro bando no podía tirar piedras hacía el Humilladero, los que habían huido por ese lado vinieron hacia nosotros ,despavoridos, diciendo a voces que llegaban los rondines para cogernos a todos y llevarnos a la cárcel; los greñudos, que acaso por lo abundante y enmarañado de sus cabelleras son poco o nada perspicaces, y en ninguna, manera aptos para las luchas del ingenio, no vieron en la noticia un ardid de guerra, sino que la creyeron ciertísima y pusieron, esto es, pusimos pies en polvorosa, pues no era yo de los que menos corrían, a pesar de mis pocos años.


Reunidas las dos alas de la Virgen y rehecho su ejército, merced a la feliz invención, de la que fue autor según se supo, el hijo de un zapatero o albardonero que vivía en el Rastro (en cuanto al oficio estoy en duda), bien pronto nos vimos perseguidos en nuestro propio terreno.


El enemigo tomó posiciones detrás de las esquinas del Callejón del Pretorio, y utilizando nuestras propias piedras, comenzó a zumbarnos de lo lindo, sin que nosotros tuviéramos medio de ponernos a cubierto, a no ser retirándonos al extremo opuesto del Callejón.


Aquello fue el principio del fin. Detrás de los de la Virgen habían venido a la expectativa algunos mozos más granados, que cuando vieron el pleito perdido, quisieron entrar en danza y acudir a armas mayores. Salieron a relucir las facas siniestras, y hubo algún disparo al aire, para meter miedo. Hay quien afirma que fueron los de la Pescadería, los oportunos auxiliares del bando de la Virgen y los autores de la barrabasada. Los greñudos emprendieron su segunda retirada, perseguidos por los contrarios; pero esta vez sin ánimo de volver a la carga, gritando que no lucharían más contra un enemigo, que había faltado a las leyes de la pelea. Cuando un jugador hace trampa, no hay que hacer más sino cortar el juego. Pero, sea como fuere, los enemigos pudieron proclamar que ellos habían venido hasta cerca de la Quinta, apedreándonos y llamándonos cobardes, y nosotros tuvimos que retirarnos y gracias si hubo tiempo para que a los que no podíamos andar nos recogieran y nos libraran de la vergüenza de caer prisioneros y sufrir las burlas, y acaso más que burlas, del enemigo. A última hora, hubo en nuestro bando una débil reacción y se pensó acometer de nuevo; pero la llegada de los rondines (que llegaron esta vez de veras y sin que los anunciaran) por el lado del Pretorio, fue la señal de completa dispersión. Y no hubo, más.

 Muchos, no sé cuantos, salimos con algo roto o lastimado de la gloriosa derrota, que para nosotros victoria fue, y de las más grandes.

Cuando yo entré por las puertas de mi casa, con la cabeza entrapajada y temiendo a la filípica que iban a echarme, tuve al menos el consuelo de que mi buena madre me dijera estas solas palabras:

-¡Eso que te ha pasado es justo castigo del cielo, por haber ido a pelear sin motivo y lo que es peor, a pelear contra tu parroquia, contra la Virgen de las Angustias!

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