JUANICO EL CIEGO. (Tragedia vulgar)
ÁNGEL GANIVET
JUANICO EL CIEGO.
(Tragedia vulgar)
Hace algunos años iba por las calles de Granada un
pobre ciego, llevando de la mano a una
niña preciosa. Aunque vivía de la caridad pública, no era mendigo
callejero. Si algún transeúnte le ofrecía una limosna, él la aceptaba,
diciendo:
«Dios se lo pague y Santa Lucía bendita le conserve la
vista»; pero pedir, no pedía nunca, porque tenía casas conocidas para todos los
días de la semana, en las que recogía lo suficiente para vivir.
Llamábase Juan de la Cruz, y todos le decían Juanico
el Ciego o Juanico el Malagueño-, la niña que le servía de lazarillo era hija
suya y se llamaba Mercedes, y ambos formaban una pareja muy atractiva.
Juanico no era un pobre derrotado y miserable, de esos que inspiran tanta repulsión como
lástima, sino que iba siempre limpio como los chorros del agua. Vestía
invariablemente un traje de tela de lavar muy blanca, y sólo en los días en que
apretaba mucho el frío se ponía encima de su vestimenta veraniega una cazadora
remendada, de color pardusco, con coderas de paño negro y adornos de trencilla
muy deshilachados.
Era hombre todavía joven y podía pasar por buen mozo.
Se había quedado ciego de la gota serena, y sus ojos, aunque no veían, parecían
ver. Eran ojos claros y sin vista, que daban al rostro una expresión noble y
grave, realzada por el esmero que ponía Juanico en ir siempre muy bien
afeitado.
La hija del ciego, Mercedillas, era un primor de
criatura, a la que muchos de los que socorrían al ciego hubieran gustosamente
recogido para quitarla de aquella vida peligrosa.
— Esta niña va siendo ya grande — le decían.
— ¿Qué va usted a hacer, Juanico, con ella cuando
crezca un poco más? Sería una lástima que esta criaturica tan mona se le echara
a usted a perder.
— Ya veremos, ya veremos — decía el ciego; — no tiene
más que diez años; todavía es una mocosa.
Y estaba siempre preocupado con lo que había que hacer con aquella niña, que era lo único
que tenía en el mundo y que para él era más que una hija: era su alma y el
único testigo de la historia dolorosa que el infeliz ciego llevaba incrustada
en todo su ser.
Nadie hubiera dicho al verle tan calmoso y al parecer,
tan contento, que aquel hombre vulgar llevaba a cuestas el recuerdo
indestructible de una terrible tragedia.
Juan de la Cruz había nacido en Málaga, en el barrio
del Perchel, y quedádose huérfano de padre y madre cuando era muy niño. Una
familia pobre le recogió y le crio, auxiliada por otras familias del barrio. El
muchacho creció como planta silvestre, sin que nadie se cuidara de dirigirle;
pero debía de ser naturalmente bueno, pues desde que pudo trabajar quiso
aprender un oficio, y no á uno, sino á varios se aplicó con la mejor voluntad.
Estuvo en una carbonería, metido entre el carbón y el
cisco, basta que, harto de tizne, se decidió a entrar de aprendiz en una cerrajería,
deseoso de tener un oficio formal, y, por último, se dedicó a zapatero.
Se había establecido entonces en Málaga, en un
portalillo de mala muerte un zapatero llamado Paco el Sevillano, con tan buena
suerte, que muy pronto tuvo necesidad de meter quien le ayudara.
Juanico fue el primero que entró en aquella casa, y no
tardó en pasar de aprendiz a oficial y en disponer de un salario seguro, con el
que pensó desde luego que podría casarse y tener casa propia.
— Pero el
noviajo que tienes con la Perdigona — le decía algunas veces su amo — ¿es cosa
formal?
— ¿Que si es formal, D. Paco? — respondía él. — Ya lo
verá usted en cuanto salga libre de quintas, si salgo. Creen que no es formal
porque mi novia es hija del borrachín de su padre; pero nadie puede elegir
familia, y la Mercedes vale más oro que pesa.
En esto llevaba razón Juanico, porque su novia, a la
que él le hablaba desde muchacho, era la flor y nata del Perchel, y digna, por
lo guapa, hacendosa y decente, de casarse, no ya con un oficial de zapatero,
sino con un título.
Cuando a
Juanico le tocó ir a servir al Rey estaba en su golfo la guerra de Cuba, la de
los diez años, y quiso la mala suerte que a él le tocara pasar el charco. Y allá
se fue, jurando antes a su novia que si no lo mataban volvería y se casaría con
ella, y ella le juró que lo esperaría aunque fueran veinte años, pues, o se
casaba con él, o no se casaba con nadie. Porque entre ellos no mediaban sólo
palabras, sino compromisos graves, y a decir verdad, más que novios eran marido
y mujer, pues a los seis meses de irse Juanico tuvo la Mercedes una niña, que
era el vivo retrato de su padre.
En los apuros que pasó la muchacha durante la ausencia
de su novio y marido contó con la protección de D. Paco, que era hombre de muy
buenos sentimientos. Trabajaba la Perdigona en todo lo que le salía, y cuando
más ganaba era cuando llegaba «la faena», la época del embale de las naranjas
para la exportación; pero esto no era fijo, y D. Paco la decidió a que
trabajara para la zapatería, que ya no era el primitivo portal, sino una tienda
muy grande, convertida después en el establecimiento casi lujoso de La punta y el tacón, uno de los más
populares de Málaga.
Mercedes aprendió pronto el oficio de aparadora, y
andando el tiempo pudo emanciparse del yugo de su padre, que le daba muy mal
trato, y vivir sola con su niña, sin salir más que a compras o a entregar su
tarea.
— Cuando venga tu marido — le decía el amo— vais a
estar mejor montados que el Gobierno.
Dos jornales seguros, y luego lo que él traiga.
— ¿Cree usted
que traerá cuartos? — preguntaba Mercedes. — Lo que yo quiero es que venga
pronto y que no me lo hayan cambiado,
porque algunos vuelven con unos humos …
Volvió, en efecto, Juanico, y volvió con humos.
Los primeros días daba pena de oírle mezclar en su
lenguaje natural algunas palabras nuevas que había recogido al revuelo, y
hablar de su «masita » como si trajera un moro atado. Pero á pesar de todo,
Juanico era franco y no contaba hazañas fingidas. El había salido muy poco a
operaciones, y aunque había sentido las balas cerca, disparadas por enemigos
invisibles, no se había echado jamás a la cara un insurrecto. Estuvo casi
siempre en un ingenio al que nunca se aproximó el enemigo; los propietarios de
la finca eran muy generosos y le habían tratado a él y a sus camaradas a cuerpo
de rey; había ahorrado el plus de campaña y un poco más; y, en resumen, al terminar
la guerra se halló con una pequeña fortuna.
Aunque la mayor parte estaba en pagarés, en los que
perdió más de la mitad, le quedaron libres unos ocho mil reales, largos de
capellada; para él casi un capital.
— Ahora lo que debes hacer — le dijo el amo, que le
recibió con los brazos abiertos, — es comprar con ese dinero una casa para
vivirla. Tú no sabes lo que vale no tener que pagar casa. Luego sigues
trabajando aquí, si quieres, y te casas con la que es ya tu verdadera mujer,
que es una mujer para un pobre, y si llega el caso para un rico, porque te
aseguro, ahora que la he tratado, que la Mercedes es una perla. Mi mujer la
quiere como si fuera de la casa, y tiene empeño en ser la madrina.
— Ya veremos,
ya veremos — contestó Juanico.
— Yo había pensado establecerme.
— Pues si lo haces ándate con ojo, no vayas a perder
tontamente lo que te ha costado exponer la salud y la vida.
Juanico no lo decía; no se atrevía a decirlo. Pero
desde que llegó a Málaga y fue a ver a sus amos, tenía el diablo en el cuerpo.
Había visto a Manuela, la hija de los zapateros, que cuando él se fue estaba
recién vestida de largo, y ahora estaba hecha una mocetona, y al verla había
tenido una idea, que debía ser la causa de su perdición.
Menos mal si se hubiera enamorado; esto tendría disculpa.
No se enamoró, sino que sintió el deseo de igualarse a sus antiguos amos.
Mercedes era al fin y al cabo la Perdigona, y aunque él la quería, ya, después
de ver mundo, comprendía que el querer es una farándula. Lo esencial era tener
patacones y mezclarse con buena gente para tomar la alternativa y darse aires
de caballero.
Todo esto lo tendría él, ó podría tenerlo, estableciéndose
y casándose con Manuela. Mercedes era más guapa, eso sí; pero Manuela era una
señorita bien educada, y la educación vale más que la guapeza.
— La única
dificultad — decía — está en este maldito compromiso. Si yo fuera libre del
todo. Pero con este lío estoy como si estuviera casado, y hasta con una hija,
que, aunque no lleva mi apellido, es mía; esto no hay perro ni gato que no lo
sepa.
Estas cavilaciones le agriaban el carácter a Juanico,
y Mercedes era la que pagaba los vidrios rotos. Comenzaron los insultos, y
vinieron después los golpes; al principio no hablaba claro, porque comprendía
que no llevaba la razón; pero después su egoísmo se hizo tan brutal que a todas
horas estaba describiendo el cuadro de dichas y prosperidades que él podía
disfrutar casándose con la hija de los amos; la conclusión era siempre maldecir
el día y la hora en que conoció a la Perdigona a la que muchas veces, no
contento con maltratarla, la echaba con su hija a la calle.
Tomó, por fin, en traspaso una zapatería bastante
desacreditada, y entonces se fue a vivir solo, para hacer ver que la Mercedes
era para él cosa de pasatiempo, y comenzó á propalar él mismo, ya que no se
atrevía a decirlo directamente, que estaba en relaciones formales con la hija
de don Paco. No por esto dejaba de visitar a Mercedes y de martirizarla, como
si se hubiera propuesto quitarle la vida a disgustos. A dejarla no se atrevía,
y a decir verdad, no sería capaz de hacerlo, pues de pensar que ella pudiera
irse con otro hombre, los celos se lo comían. Ya dije que a Juanico se le metió
el diablo en el cuerpo; sólo así se explica este amor que él sentía realmente
por la Mercedes y este deseo de quitársela de encima y este afán de matarla
poco a poco para que nadie le sucediera en el corazón de aquella infeliz mujer.
Aunque él era tosco, a veces se echaba una ojeada por
dentro, y se veía tan bajo y tan ruin, que se arrepentía, y pensaba que quizás
sería mejor casarse con Mercedes y trabajar los dos unidos en la tienda y prosperar
y ser muy ricos sin deberlo al auxilio de nadie. En estos momentos cogía a
Mercedillas en brazos y la mecía, y la arrullaba, y se echaba a llorar, y le
bañaba al angelito el rostro con lágrimas, mientras la madre viéndoles venía y
los abrazaba a los dos, y decía:
— Juan, tú eres
bueno, tú eres siempre el mismo. Ayer le recé a la Virgen para que te quite
esos fantasmas de la cabeza.
Pero después volvía a aparecer el fantasma, y con que Juanico fuera un momento a casa de don
Paco, y viera a Manuela, y formara de nuevo su castillo de naipes, volvían los
malos tratamientos, y cobraba mayor brío la idea fija que atormentaba al
ambicioso desventurado:
— Aunque yo
fuera inmensamente rico nunca sería nada, porque al fin Mercedes sería siempre la
Perdigona.
E1 martirio de esta no podía ser eterno, y un día,
cuando menos lo esperaba Juanico, la víctima anocheció y no amaneció. No se fue
con nadie, sino que se fue derecha a una casa de mal vivir; no pudo irse con
nadie, porque a nadie le había hecho nunca caso, aunque no faltó quien la
solicitara, y al irse se fue a la primera casa que le abrió las puertas. Así, aun
hundiéndose en el vicio, podía decir la Perdigona que había sido fiel a su
amante. Otra mujer hubiera pasado de mano en mano, como zarandillo de bruja;
pero la Mercedes no era una mujer como las otras, era mucho mejor; y cuando vio
que el hombre a quien ella quería era tan malo, pensó que los demás serían
peores, y sin repetir la prueba se tiró al barro. Y Juanico no la buscó, y
aunque la quería, no sintió celos. Quizá si se hubiera ido con otro la hubiera
buscado para matarla.
E1 vulgo se puso de parte de Juanico. Veía en él un
buen hombre, que, a pesar de haber vuelto con dinero, no había querido abandonar
a la Perdigona, y el pago que había recibido era que ésta hiciera al fin de las
suyas. La cabra tira al monte, y Mercedes era de mala casta para que saliera
buena. Hasta se comprendía ahora la razón de las palizas que Juanico le
propinaba a diario, y que sin duda serían para corregirla. Pero todo había sido
inútil. ¡Condenadas mujeres!
Sólo D. Paco no
se dejó engañar; y aunque nada dijo por lo pronto, cuando supo que Juanico
pregonaba por todas partes que era ya cosa decidida su casamiento con Manuela, le
llamó á capítulo y le habló con su cachaza de costumbre:
— Oye tú, Juanico, ¿es cierto que andas por ahí
anunciando que te vas a casar con mi hija?
— La gente dice
lo que le da la gana — contestó Juanico. — ¿Qué más quisiera yo? Pero…
— Cuando corren
las voces por algo será — le interrumpió D. Paco. — Nadie más que tú tiene
interés en decir esas cosas, y, la verdad, me ha escocido que tengas tan poco
respeto a esta casa. Tú tienes tu mujer, porque, aunque no os hayan echado las
bendiciones, para mí esto no compone nada, y la Mercedes es mujer tuya y madre
de tu hija Yo he sido pobre y no te despreciaría por cuestión de intereses;
pero aunque trajeras el oro y el moro te pararía los pies y te haría volver a
tus obligaciones.
— Pero D. Paco
— replicó Juanico, — parece que no sabe usted lo que esa mala pieza ha hecho
conmigo; para mí ella es ya como una piedra que se va a lo hondo del mar. ¿Qué
quiere usted que yo haga con una mujer tan sinvergüenza?
— Mercedes era buena como el pan, y tú la has hecho
mala— contestó D. Paco. — ¿Crees tú que yo no entiendo la aguja de marear? Yo
sé lo que tú has hecho con esa infeliz. No te digo que la recojas, porque esta
es cuenta tuya. Déjala si quieres que corra su mala fortuna y tú arréglate a
vivir con tu hija como Dios te dé a entender. Yo te he querido siempre, porque
eras un buen muchacho; pero ahora te veo con malos ojos, sin poderlo remediar,
y lo único que te pido es que no aportes más por las puertas de mi casa. Mucho
me duele decírtelo, pero no me gusta hacer dos caras.
— Pero D. Paco— suplicó Juanico temblando, — eso es
como quien dice leerme la sentencia de muerte. Yo, que no he tenido nunca más
padre que usted.
— ¡Quién sabe si más adelante — dijo D. Paco, —
volveremos a ser lo que éramos! Yo hablo de ahora, y ahora no quiero que pongas
más los pies en mi casa.
Fue aquel día el más amargo de la vida de Juanico. No
sólo porque vio que todo el mal que había hecho era inútil, sino porque las
palabras de D. Paco le parecían la voz de su propia conciencia. Aquella noche
no durmió asustado de la soledad en que se encontraba y atormentado por el
bullir de la sangre que parecía arderle en las venas. Por la mañana notó cierto
malestar en los ojos, y vio que la casa se iba poniendo obscura como si
volviera a anochecer. Se levantó y abrió las ventanas, y aun veía menos; y, por
último, no vio nada.
Despertó a Mercedillas, y comenzó a hacerle preguntas,
sin que la criatura comprendiera lo que le preguntaban; después llamó a una
vecina, que era la que venía a limpiarle el cuarto, a guisar y a tener cuidado
de la niña, y la vecina tampoco supo darle explicación de aquella repentina ceguera.
Los ojos estaban naturales, aunque un poco apagados y como eclipsados; pero á
primera vista no se notaba cambio alguno. Y sin embargo, Juanico estaba ciego
para siempre.
Todo lo que tenía, y aun lo que le dieron por el
traspaso de la tienda, lo gastó en curarse, y no se curó.
— Cuando yo
tenga vista — decía — volveré a trabajar en casa de D. Paco y me dejaré de negocios.
Cada uno nace para lo que nace, y yo he nacido para ganar un jornal y vivir con
él, sin meterme en más ambiciones. Al menos si yo tuviera ahora una mujer que
se interesara por mí.
Y a fuerza de darle vueltas en su majín a este
pensamiento, decidió un día mandar a buscar a la Perdigona.
No se hizo esta rogar y vino en seguida, deseosa de
ver a su hija, a la que todavía no le había perdido la calor. No así a Juanico,
a quien casi lo tenía olvidado. Entró por las puertas del pobre cuarto y lloró
al ver a su niña, a la que se abrazó fuertemente, en tanto que Juanico las buscaba
a las dos y se cogía a ellas, diciendo:
— Ya me daba el
corazón que tú eras de ley y que vendrías. Mira la desgracia que ha caído sobre
mí. Este es un castigo del cielo por lo mal que lo hice contigo. Pero ahora ya
soy otro, y si Dios quiere que me cure, yo te juro que nos casaremos y que seré
mejor que nunca.
— Válgame Dios
— exclamó la Perdigona, — ha sido menester que te quedes ciego para que me
quieras.
— Yo siempre te
quise — contestó Juanico, — eso te lo juro por la salud de la niña. Fue una
mala hora que me vino, y ya ves qué caro lo estoy pagando.
A1 decir esto, Juanico abrazaba contra su pecho a la
Mercedes y sintió un olor penetrante a almizcle que tiraba de espaldas; fue a
besarle la boca y le dio en el rostro una tufarada de tabaco.
Quizás debió alegrarse de estar ciego para no ver el
cambio que en unos cuantos meses había sufrido el rostro de aquella
desventurada mujer. Así Juanico no la veía como ahora era, sino como antes fue,
y lo único nuevo que notaba en ella eran los perfumes del vicio.
— ¿Qué olor endemoniado es ese que traes? — la
preguntó. — Lávate y quítate eso de la cara.
Ella cogió una jofaina y se lavó con agua clara, y
comenzó a soltar la costra que se había ido formando de rodar por los
lupanares. Pero los estragos que había sufrido por dentro, éstos no se limpiaban
con agua; y aunque la Perdígona quiso de buena fe volver a ser la Mercedes de
antes, no pudo conseguirlo, en parte porque ya había adquirido algunos malos
hábitos, y más aún porque ahora nadie la respetaba.
Juanico se casó con ella por tenerla más segura y por
legitimar á Mercedillas. Él, por hacer algo, se dedicó a hacer soga, y Mercedes
volvió a aparar en la zapatería de La punta y el tacón.
Lo que debió ser antes era ahora, y el matrimonio
vivía feliz. Juanico, escarmentado por la desgracia, era un santo para su
mujer, y ésta parecía resignada con su cruz; a veces le entraban deseos de
romper la cadena ó de divertirse con unos y con otros; pero pronto se
arrepentía de sus malos pensamientos por lástima de su marido y porque, al
volver á la vida honrada, se le iba despertando de nuevo su antigua dignidad.
Sin embargo, después de algún tiempo de cumplir bien
comenzó a torcerse. Era buena con su marido, pero sentía, sin explicárselo, un
secreto deseo de venganza. Parece que una fuerza misteriosa la impulsaba a
engañar al pobre ciego, no por gusto, sino más bien por necesidad de realizar
una obra de justicia. La pérdida de la vista era un castigo que borraba las
culpas de la soberbia, pero no un castigo de las villanías de que la Perdigona
había sido víctima. Ella había sufrido antes y ahora y siempre, sin culpa, y
tenía sed de desquitarse; y como no acertaba á hallar el medio de tener goces
en la vida, se consolaba faltando a sus deberes, a disgusto , sólo por ser
acreedora a pasar las penas que pasaba. En el alma de aquella mujer se había
incrustado tan honda y ferozmente la idea de justicia, que, por parecerle
injusto sufrir siendo buena, quería sufrir siendo mala.
Juanico lo adivinaba todo y callaba. Un día oyó subir a su mujer por las escaleras, y le
pareció que no venia sola, y tuvo la idea de esconderse en una alacena,
aprovechando la coyuntura de estar la chiquilla fuera, en casa de unos vecinos.
Entró la Mercedes, y como no vio a nadie en la casa, salió un momento a avisar a
su acompañante, que ora un oficial de zapatero, llamado Bautista, muy amigo de
Juanico.
— No hay nadie
— dijo la mujer. — Habrá salido con la niña a dar una vuelta.
— ¿Estás
segura? — preguntó Bautista, a quien el ciego conoció al punto por la voz.
Entraron en el dormitorio, y Juanico, loco de rabia,
comenzó a buscar a tientas en los vasares del fondo de la alacena algunas
herramientas de zapatero que él recordaba haber puesto allí; tropezó al fin con
una cuchilla larga y tan fina por la punta que parecía una daga; la empuñó con
fuerza, salió con sigilo de su escondite y se acercó andando muy quedo a la
puerta de la alcoba; se detuvo un momento para escuchar y orientarse, y oyó tan
bien, que casi se figuraba ver a los adúlteros. Entonces penetró como un rayo
en el aposento y comenzó a dar cuchilladas en el lecho, en el aire, en las
paredes. Así estuvo no se sabe cuánto tiempo. Las víctimas debieron de gritar,
pues acudió el vecindario y la policía; pero cuando echaron abajo la puerta no
hallaron vivo más que al ciego, que aún empuñaba en la diestra la cuchilla
ensangrentada. En medio de la sala estaba Bautista el oficial con la cabeza
cortada a cercén, y sobre el lecho la Perdigona acribillada y destrozada que
casi no era posible conocerla.
Juanico fue a la cárcel, pero la justicia de los
hombres le absolvió, y el mundo le absolvió también; porque el mundo y la
justicia no veían más que la falsía de la mujer y la bondad del hombre que
había recibido aquel ultraje en pago de la nobleza con que quiso regenerar a
una mujer perdida. Pero Juanico se juzgaba de otro modo, y cuando libre ya se vio
solo en su cuarto, pensaba: La pobre de Mercedes ha sido mala, es verdad pero
¿por qué fue mala? Y diciendo esto se abofeteaba el rostro y se gritaba a sí
mismo: ¡canalla!
No quiso Juanico seguir viviendo en Málaga, y, sin dar
cuenta á nadie, cogió consigo á su hija y se vino a Granada con ánimo de
dedicarse a pedir limosna. Ya había tomado algunos informes, y cuando llegó se fue
derecho a la cuesta de la Alhacaba, y allí acomodó una casucha con los cuatro
trastos que traía. Comenzó a adquirir relaciones, y como era mendigo decente y
bien portado, casi daba gusto de socorrerle, aparte la obra de caridad. Pero
Juanico no era ya ambicioso, y pedía sólo para vivir; se contentaba con las
casas que fue adquiriendo y dejaba a otros menos afortunados el mendigar por
las calles.
Cuando su hija fue demasiado crecida para servir de
lazarillo iba Juanico solo, llevando un perrillo atado de una cuerda.
Mercedicas se quedaba en casa y el ciego procuraba estar fuera muy poco tiempo,
pues sn temor constante era que le ocurriera algo a aquella criatura. Como la
Alhacaba. no era sitio seguro decidió también mudarse, y se vino al Barranco
del Abogado, donde alquiló una cueva que tenía por delante un pequeño chamizo
que le daba el aspecto de casa. La vecindad de este lado de la población
tampoco era muy recomendable, pero no había casas de trato ni soldadesca; había
gitanos, pero a la gitanería no le tenía miedo Juanico, porque los gitanos no
roban muchachas.
Salía por las mañanas a recorrer su parroquia del día,
encargando a su hija que se estuviese encerrada. De vuelta se entretenían los
dos en contar los ochavos, comer y charlar, y los domingos echaban una cana al
aire yéndose a pasar el día al campo. Cuando vivían en la Alhacaba iban a las
caserías del camino de Jaén, y en el Barranco,
por estar más cerca, se iban a los ventorrillos del
camino de Huétor. Pedían un jarro de vino, un plato de aceitunas, roscas tiernas
y una torta salada para la niña, y a veces también, si había limosna
extraordinaria, pescado frito ó chorizos extremeños, bocado favorito del ciego.
Se sentaban a la sombra de un olivo y merendaban con sosiego y beatitud, salvo
que Juanico se sobresaltara alguna vez cuando oía que alguien celebraba la belleza de su hija.
— Mercedes, ¿quién es el que te ha dicho eso? —
preguntaba el padre.
Y la hija respondía casi siempre:
— Es un señor viejo; yo no le conozco.
En un ventorrillo vio a Mercedes un señor casi viejo
que iba a remachar el clavo que Juanico llevaba atravesado en el corazón desde
el día pie mató a su mujer. Llamábase D. Gonzalo Pérez Estirado, y era de
Sevilla; mejor dicho, era montañés, establecido desde muy joven en Sevilla,
donde había ganado una regular fortuna.
Estaba retirado de los negocios, y vivía de sus rentas,
sin pensar más que en darse buena vida. Había sido siempre el señor Estirado un
buen hombre, aficionado a los goces de la vida doméstica, y condenado a no
lograrlos nunca porque su mujer era de las que toman las enfermedades como cosa
de entretenimiento, y aunque nunca tuvo enfermedad formal, milagro era la
semana que no la visitaba el médico.
Su marido, harto de tantas impertinencias, se
acostumbró insensiblemente á buscar distracción fuera de casa, y con los años
sucedió que no podía vivir sin tener, además de su mujer, una protegida, cuando
no eran varias. De esta suerte, el señor Estirado, que había nacido para ser un
modelo de cónyuges, se transformó, por culpa de su mujer, en hombre de apaños y
tapujos; pero aun así fue siempre un hombre de bien, que ni arruinó
su casa, ni dió escándalos, ni cometió graves tropelías.
Sus devaneos estaban, como todas sus cosas, sometidas a un presupuesto
rigoroso. Debajo del capítulo donde inscribía la suma con que contribuía a las
procesiones de Semana Santa, estaba el capítulo destinado a la protección de
doncellas desvalidas; y ambas cantidades eran fijas, aunque en caso de apuro el
señor Estirado era capaz de sisar algo a las procesiones en beneficio de las doncellas.
Fue invitado el ilustre y simpático montañés a pasar
unos días en Granada por un amigo y paisano que estaba establecido en esta
ciudad; vino en el mes de Mayo, y se halló aquí tan a gusto que los días se
convirtieron en semanas. Como se hospedaba en casa de su amigo, los
dependientes de la tienda de comercio se encargaron de llevarle por todas
partes para que no le quedase nada por ver.
En una de estas excursiones conoció el señor Estirado a
Mercedes, y apenas la vio la echó el ojo y se propuso no dejarla escapar. Su
idea no era mala, puesto que, al saber que aquella niña era hija del mendigo,
pensó recogerla a ella y a su padre, para que éste no tuviera que pedir más
limosna y para hacer de la hija una señorita de mérito.
No quería el señor Estirado perder el tiempo, y
decidió valerse de una mujer hábil en oficios de tercería, cayo nombre y señas
le dio uno de los dependientes. Era ésta una mala vieja, conocida por el apodo
de la Gusana, y vivía en el Plegadero Alto, cerca de la parroquia de San
Cecilio; tenía fama de alcahueta , y su fama no era usurpada, sino fundada en
una brillante hoja de servicios, que tiempos atrás hubieran bastado para que
emplumaran a la bruja.
E1 señor Estirado se avistó con ella, y en pocos
minutos estuvo firmado el pacto de tercería mediante la oferta de veinticinco
duros, de los que cinco fueron adelantados en señal. Y la Gusana comenzó aquel
mismo día sus indagaciones, y supo cuanto tenía que saber sobre las entradas y
salidas del ciego para trabajar sobre seguro.
No desplegó ningunas artes nuevas, sino las eternas y
conocidas de la adulación y los ofrecimientos, y Mercedes se dejó embaucar como
cualquiera otra muchacha se hubiese dejado en las condiciones en que ella se
encontraba. ¿Qué iba a hacer ella el día que le faltara su padre? ¿Irse a
servir y a penar bajo el poder de indecentes señoritos que tampoco la
respetarían? ¿Ajarse a fuerza de fregar y barrer, cuando tenía una cara como
una rosa de Mayo y era digna de vivir metida en un fanal? Siquiera el señor
Estirado era un honrado caballero, que sería como un padre para la muchacha; se
la llevaría a Sevilla y le daría educación, y quién sabe si se casaría con ella
y le dejaría toda su fortuna, puesto que no tenía hijos y se iba á quedar pronto
viudo, porque la mujer estaba, como quien dice, dando las boqueadas.
Lo más doloroso para Mercedes era abandonar a su
padre; pero esto sería por muy poco tiempo, pues en cuanto el ciego se hiciera
cargo de la razón se iría también a Sevilla y no tendría que mendigar más.
Salió el ciego una mañana, y cuando volvió se encontró
el nido sin pájaros. Pero lo que no averigüe un ciego no lo averigua nadie,
sobre todo si el ciego tiene un perrillo de buen olfato. Aquel mismo día supo
Juanico toda la verdad. Supo que su hija había ido a la estación, y supo que
iba camino de Sevilla en compañía de un señor muy respetable; le dió la
corazonada de que el ladrón era uno que había hablado con Mercedes en un ventorrillo,
y por el ventorrillero supo quiénes eran los dependientes que con el ladrón
iban y la tienda en que estaban. Todo lo supo excepto el nombre de la
alcahueta, porque la Gusana era maestra en su arte y no dejaba nunca ningún
cabo suelto.
Pensó Juanico ir a Sevilla; pero cuando se fue
enterando de las buenas prendas que reunía el señor Estirado, y de que aquella
desgracia quizás haría la felicidad de su liija, dejó que a ésta se le
cumpliera su sino. Mucho le dolía verse tan solo, sin más compañía que el
perrillo; algunas veces lo abrazaba y besaba diciendo:
— ¡Por qué no dispondrá Dios que sean perros los hijos
que tenemos los hombres!
Así resumía el pobre ciego su idea menguada de la
humanidad.
Mas para colmo de desventura hasta el perro le faltó,
porque aquel verano cogió la estricnina en la calle y murió después de una
agonía horrible. También Mercedes había muerto para su padre, porque le dieron
el veneno de la seducción envuelto en palabras melosas. La muerte del perro fue
la gota que hizo rebosar el vaso de la amargura, y aquella misma noche decidió
Juanico dar fin a su calvario.
Por los Mártires, tanteando con su cayado, se encaminó
a la placeta de los Aljibes; se acercó al Cubo de la Alhambra y escuchó para
convencerse de que no había nadie. Se subió en el pretil, y enarbolando el
grueso garrote lo blandió con furia y lo lanzó al aire como si quisiera dar un
palo a los cielos. Oyó el eco de un golpe, por el que midió lo hondo del abismo
que tenía delante, y entonces, con una audacia sobrehumana, sin que le
impusiera temor aquel vacío, se echó a volar con los brazos abiertos. Y como
Juan de la Cruz iba siempre vestido de blanco, al verlo en el aire se hubiera
dicho que no era un hombre, sino una cruz blanca que caía a la tierra.
A poco se oyó en el silencio de la noche un lamento
que no parecía proferido por una garganta. Era como un lamento de la tierra al
chocar con un hombre.
Y no se oyó nada más.
— Bravo, bravísimo — gritó el poeta Moro, que era el
más entusiasta de la reunión. — Eso es hermoso, fuerte y definitivo. Sauce,
eres un barbián.
— ¿Qué le parece a usted esa tragedia, señor Cid? — preguntó Miranda con aire satisfecho.
— Me parece admirable — contestó Pío Cid, — tanto ó
más quizás que a todos ustedes, porque yo conocí a Juanico el ciego y le veo
ahora retratado de mano maestra.
— ¿Usted le conoció? — preguntó Sauce con interés.
— Digo que le conocí — afirmó Pío Cid con misterio, —
y no sólo le conocí, mío que sabía la historia que usted nos ha contado y algo
más que usted acaso no sepa.
Y ante el movimiento de expectación de la asamblea.
Pío Cid comprendió que iban a rogarle que contara lo que sabía, y antes que se
lo rogaran lo contó en los términos siguientes:
— Juan de la Cruz iba a mi casa, y le llamábamos el
ciego de los lunes. Yo hablé con él muchas veces y mi madre hacía subir casi
siempre a Mercedillas para darle algunas prendas de vestir, pues estaba
enamorada da la bondad y de la modestia de aquella niña, que entonces no
tendría arriba de seis ó siete años.
Juanico le contaba a todo el mundo su historia, pero
no decía nunca que hubiera matado a su mujer, sino que ella le abandonó. Sin
embargo, nosotros supimos la verdad, porque un día vino a buscar a mi padre un
señor de Málaga, que se extrañó de ver al ciego a la puerta, y nos dijo que
aquel pobre era paisano suyo, y que había huida de su tierra a consecuencia del
crimen que había cometido. Es hombre de historia — añadió, — y el pobre parece
que tiene maldición porque es hijo del crimen. Aunque no tiene apellido se
sabe, ó por lo menos lo decía la mujer que lo crió, que su padre era un
caballero muy rico, que después de una vida licenciosa se encastilló en una de
sus posesiones acompañado de una hija que había tenido, se ignora con quién,
aunque de fijo no sería con ninguna mujer buena. Dicen, no sé si esto será
verdad, que el padre se enamoró de su hija, y que el fruto incestuoso de estos
amores fue Juan de la Cruz.
Yo estudiaba entonces literatura clásica, y se me
ocurrió sin esfuerzo comparar al ciego y a su hija con Edipo y Antígona, y aún
recuerdo que empecé a componer una relación en la que además de lo sucedido
ponía yo nuevas calamidades, algunas de las cuales ocurrieron, según se
desprende de la última parte de la tragedia que hemos escuchado; pues yo suponía
que Antígona, ó Mercedes, era engañada por un Tenorio canallesco de los que
ahora se estilan; que el ciego se suicidaba desesperado y que Mercedes se
quitaba la vida también, juntamente con un hijo que tuvo.
Porque mi idea era demostrar que después de la
proclamación de la ley de gracia, hecha por Esquilo en su trilogía de Orestes,
y aun después de la redención del género humano, realizada en el Gólgota,
continuaba regido el mundo por la ley de sangre, y era necesario, fatal, que
Juan de la Cruz y su descendencia, y los que a él se ligaran, todos perdieran
violentamente la vida.
— Me ha dado usted una gran idea — dijo Sauce, — y
creo que voy a modificar mi artículo, para añadir lo referente al nacimiento
del ciego y explicar así sus infortunios por la influencia de esa irremediable
fatalidad.
— Me parece bien que lo hagas — añadí yo, — porque, a
mi juicio, la clave del trabajo está en el nacimiento, no porque fuera
criminal, sino porque siendo Juan de la Cruz hijo de un caballero rico, se
explica la ambición, que le acometió de repente, de ser rico y caballero.
— Yo opino al contrario — replicó Pío Cid; — que lo
mejor es no cambiar punto ni coma en ese trabajo.
Tal como está es como un tajo de carne cruda, y si se
hace la alusión a la leyenda de Edipo, parecerá que el artículo está calcado en
la tragedia clásica. Y luego que no bastaría añadir unos párrafos por el
principio, sino que habría que rehacer todo el artículo, porque al tomar cierto
corte clásico exigía líneas más severas y habría que suprimirle algunos rasgos
demasiado realistas. Cuando un escritor cambia de punto de vista, ha de cambiar
también de procedimiento, y si tiene la obra a medio hacer, no debe de
remendarla, sino destruirla y hacer otra nueva.
Cada cual dio su parecer, y la mayoría estuvo conforme
con Pío Cid, y Sauce se convenció al fin de que lo mejor era no tocar al
artículo.
LOS
TRABAJOS DEL INFATIGABLE CREADOR PÍO CID (TRABAJO QUINTO), 1898.
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