El Niño de la Bola. Reseña de Antonio de Valbuena (incluida en Agridulces. 2ª toma. Madrid, 1893)
EL NIÑO DE LA BOLA
(1882)
No ha de faltar quien se escandalice si digo aquí de buenas
a primeras que este último libro del Sr. Alarcón es un esperpento; pero,
escandalícese quien quiera, yo no puedo menos de decirlo.
¿Qué se ha propuesto el Sr. Alarcón al escribir El Niño de la Bola? No parece cosa fácil
adivinarlo. Sólo sé decir que si se hubiera propuesto dar al traste con su
reputación de escritor formal, más o menos legítimamente adquirida cuando
escribió El escándalo, no hubiera
debido hacer su libro de ahora de otra manera.
El escándalo,
novela de noble intención, por más que no esté del todo exenta de lunares, le
valió a su autor la estimación de los católicos, y lo que es todavía mejor, el
odio de los enemigos de la Iglesia. Le valió el que un crítico racionalista,
hueco y destemplado, pero de gran autoridad entre los suyos, una de esas
reputaciones que graciosamente crea la
falsa ciencia por ver deslumbrar a los secuaces más indecisos y pusilánimes de
la verdad y del bien, le maltratara con verdadera saña en una publicación
ilustrada y ecléctica, cuyo nombre no quiero escribir, atribuyéndole ¡qué horror!
haber querido hacer la apoteosis de la confesión auricular en su obra. Y le
valió, por consiguiente, el que tras de la voz del portaestandarte de la moderna
crítica, todos los gozquecillos de la impiedad periodística y literaria se
desataran a ladrarle.
Me parece que es Paul Feval quien ha dicho que en materia de
conversiones no está la gracia en atreverse a hacer lo más, sino en atreverse a
hacer lo menos; ni está el valor en las cosas grandes, sino en las cosas
pequeñas; y que tal cual convertido, que sería capaz de dejarse matar por la
fe nuevamente abrazada, quizás no sea capaz de atreverse a ir en una procesión
con vela. Y en verdad que si el viejo
novelista bretón necesitase dar a sus observaciones otra autoridad más que la
que las da su gran conocimiento del corazón humano, puede ser que no fuera dificultoso hallar
patente confirmación de la que dejo apuntada en la conducta del festivo escritor
granadino.
Digo esto porque se me figura que el señor Alarcón, que tuvo
valor para escribir El escándalo y
despedirse allí a la antigua clientela de lectores de sus chistes de mediana
ley y de sus episodios mal intencionados, el Sr. Alarcón que, después de
publicado El escándalo, quizá, y aun
de seguro, no hubiera temblado ante el puñal que le forzara a elegir entre la
vida y la fe de sus padres, no ha tenido valor para llevar vela encendida en la
procesión de restaurar la novela católica, al lado de Villoslada y de Pereda,
bajo la compasiva sonrisa de sus antiguos compañeros de redacción asomados para
verle pasar a los balcones de los altos puestos oficiales, y bajo las burlas de
los discípulos desconocidos que hoy emborronan las columnas de los mismos periódicos
en donde él cometió los primeros pecados literarios.
Y el caso es que tampoco ha sabido contentar a esta gente.
Hablando de la famosa, Pepita Jiménez,
de D. Juan Valera, dije que este señor había querido hacer una novela
doctrinaria, entre mala y buena, con el bien necesario para servir de
salvoconducto al mal, y con el mal suficiente para contrarrestar el bien y
esterilizarle.
Una cosa parecida, con menos intención, pero también con
menos habilidad, presumo que ha querido hacer el Sr. Alarcón en El Niño de la Bola: ha querido lavarse
el sambenito de neo y ultramontano, ponerse a bien con los que
se lo llamaban, y no malquistarse del todo con los católicos.
Mas si el autor de Pepita Jiménez, con mucha mayor
habilidad literaria no salió del todo airoso en su empresa, claro es que el
autor de El Niño de la Bola había de
salir todavía menos airoso en la suya.
Y en efecto, el Sr. Alarcón ha logrado que su novela no
guste a nadie.
Para los buenos no tiene sentido católico, ni apenas común
sentido, y para los malos habla demasiado de religión, aunque sea para
ignorarla y desconocerla.
Así es uq no ha debido serle nada lisonjera la crítica, pues
si se exceptúan los juicios, por decirlo así, de los niños precoces, especie de
monos sabios, que sostienen las literaturas
de algunas encopetados periódicos políticos, todos los demás escritores que han
hablado de El Niño de la Bola lo han hecho con desdén o con lástima.
Cuéntase de un indiano que habiendo asistido a la
representación de El Puñal del Godo,
como luego le preguntaran qué le había parecido de este o del otro personaje,
iba respondiendo poco más o menos: “¡Ah! ese ha estado muy bien”, “ese no me
gustado tanto”; y como le ocurriese a una señora preguntarle qué tal le había
parecido el argumento, creyendo que se le preguntaba por otro personaje, se
quedó haciendo memoria y contestó al cabo: “-Señora, ese no ha salido”. Apurado
me vería yo para dar a mis lectores idea del argumento de El Niño de la Bola, porque pasa en esta novela lo mismo que a
juicio del indiano pasaba en el drama de Zorrilla: el argumento no sale.
En El Niño de la Bola
no hay verdadero argumento, no hay acción, no hay personajes siquiera. No hay
más que unas cuantas figuras desiguales que se mueven sin ley ni concierto, ni
plan ninguno, ora hacia adelante, ora hacia atrás, tan pronto a la derecha como
a la izquierda, despacio o de prisa, y siempre de la manera más impensada y
menos lógica.
El Niño de la Bola
viene a ser un tablero de ajedrez con las figuras encima, pero manejadas éstas
por un loco, por un niño, o por una persona distraída y caprichosa que no
conoce la marcha del juego, y que tan pronto hace reyes de los peones, como
hace de los reyes peones o caballos.
El señor Alarcón presenta personajes, crea tipos al empezar
su obra; pero en cuanto ha logrado imprimirles algún carácter de verdad y
darles algún interés parece que le falta tiempo para destruirlos, y se complace
en afearlos y deshacerlos, facción por facción y línea por línea; bien así como
el escultor o el pintor que cuando a costa de largas vigilias hubiera
conseguido acabar una figura hermosa, se divirtiera en tirarla lodo a la cara
hasta dejarla horrible.
Tiene el señor Alarcón en esta novela pinceladas maestras,
toques felices: la primera pintura que hace del usurero, no por estar un
tantico recargada, deja de ser de primer orden: tampoco está mal hecho el
retrato de don Rodrigo Venegas, que es, dicho de paso, el único personaje a
quien Alarcón no desnaturaliza, pero porque se muere al instante, en la primera
escaramuza, que si no, Dios sabe qué hubiera hecho de él y cómo lo hubiera
puesto: es de creer que no hubiera salido mejor librado de manos del señor
Alarcón que los otros. Porque el señor Alarcón hace decir a uno de los
personajes, refiriéndose a otro, que entre el bien y el mal, será del último que llegue; y a él le
pasa lo mismo; es siempre en este libro del último que llega, y por desgracia
es el mal el que llega el último.
Un caballero de media sangre, o sea oriundo por mitad de
cristianos y de moros, que sirvió lealmente a su patria en la guerra de la
Independencia, se encuentra después lleno de deudas y entregado al brazo
secular de un usurero de la Rioja, establecido en Guadix, que es donde pasan
las cosas de la novela.
El usurero es naturalmente aborrecido de todo el mundo en
general, y de las víctimas de su codicia en particular, y una noche no falta
quien le ponga lumbre a su casa, con el piadoso intento, sin duda, de que se le
quemaran los papeles, y aun él a ser posible.
Al saberlo don Rodrigo Venegas, que así se llamaba el medio
moruno caballero, asustado ante la idea de que la maledicencia popular le
señalara como autor del incendio por aquello de cui prodest, puesto que no había entre todos los desplumados por el
ave de rapiña llamada Caifás nadie
que saliera ganando tanto, corrió a la casa del usurero, se lanzó entre las
llamas contra los prudentes consejos de los circunstantes, salvó los papeles
por donde resultaba ser deudor de tres millones de reales (de los que solo diez
mil duros había percibido en efectivo, siendo todo lo demás interés), y fue a ponerlos en manos del
despiadado israelita. pero se había
llevado un chamuscón horrible, de resultas de lo cual le dio el tétanos y se murió a las pocas horas.
Hasta aquí la novela no tiene nada de particular, si bien es
verdad que todavía apenas hemos entrado en materia.
El usurero hace valer contra el caudal de don Rodrigo los
papeles que don Rodrigo salvó a costa de su vida, y los tribunales le adjudican
todos los bienes del hidalgo, que según tasación pericial, no valen más que dos
millones, pudiendo así lamentarse Caifás
de que pierde uno.
Don Rodrigo ha dejado un niño de pocos años, llamado Manuel,
que es el héroe del cuento, y a quien naturalmente no le queda más que el día y
la noche.El cura de la parroquia, a quien el señor Alarcón ha tenido la gracia de hacer tonto de capirote y de llamarle cura de misa y olla, y de ponerle un apellido feo y extravagante (Muley), todo indudablemente porque los libre-escribidores, sus antiguos camaradas, no tuvieran pretexto para acusarle ultramontano, recoge en su casa al hijo de don Rodrigo con el fin de criarle y educarle.
Y aquí es donde empieza lo bueno, como suele decirse.
De aquí para arriba, ya todo es andar al juego de los
despropósitos, ya nadie sabe ni presume lo que hará ninguno de los personajes,
ni después que alguno ha hecho alguna cosa, se sabe por qué la hiciera.
Manuel Venegas, conocido más tarde con el apodo de mal gusto
que da nombre al libro, es una criatura incomprensible: el autor mismo le llama
muchas veces semisalvaje, y aún hiciera mejor en llamarle salvaje del todo.
Tiene instintos feroces, y no asoma a la razón casi nunca; y eso que le está
educando un sacerdote; y eso que está enamorado de una efigie del niño Jesús, a
quien hace mimos y caricias y con quien mantiene amorosos coloquios.
No se crea sin embargo que el Sr. Alarcón se haya propuesto
con reunir y acumular estas excentridades, burlarse de la religión; de ningún
modo; el señor Alarcón no es hombre de intención tan larga, y en este particular
estoy seguro que ni él mismo sabe lo que se propuso.
El niño semisalvaje da luego en la manía ¡verán ustedes qué manía más graciosa! de ir
a sentarse todos los días en un poyo que hay enfrente de la antigua casa
palacio de sus mayores, ahora habitada por el usurero, y de pasarse allí las horas olvidadas sin quitar los ojos de
aquellos balcones herméticamente cerrados.
¿Qué buscaba allí?¿Por qué iba? No lo sabemos, y el señor
Alarcón tiene la crueldad de no decírnoslo.
Mas ¡por cuánto el usurero no había de tener una hija, niña
también, y muy hermosa, llamada Soledad de nombre y La Dolorosa de apodo (esto más tarde, y con ello no creo que haya
querido el autor demostrar que la religión sirve para poner motes), por cuánto
el usurero, digo, no había de tener una hija, y cátense ustedes que un día la
ve el salvajito entrar o salir en casa y se enamora de ella perdidamente! Y no
para aquí la cosa, sino que la niña le corresponde, y ya tienen ustedes a
Manuel y a Soledad, o a El Niño de la
Bola y La Dolorosa, como los
tenemos que llamar después, convertidos en un Abelardo y una Eloísa de muy
pocos años: de siete u ocho; que no nos detenemos a ajustar la cuenta, porque
el autor tampoco la lleva siempre ajustada
sin ciertas inexactitudes y distracciones.
El niño semisalvaje, sin dejar de serlo, llega a ser hombre,
es decir, crece y caza y vive siempre en la sierra, y se propone luchar contra
“el ananque (fatalidad) de las cosas”
que diría Víctor Hugo, y gana dinero y fama de guapo chico, y mata un oso
luchando con él a brazo; con lo cual, y con otras varias habilidades prolijas
de referir, llega a la envidiable categoría de matón del barrio.
A todo esto, Soledad ha crecido también y está tan dolorosa y tan bonita; pero el judío de
su padre no quiere que se case con Manuel, y ya tenemos los amores
desgraciados, indispensables en toda novela de pacotilla.
Después de otros
detalles que no interesan, viene la Rifa.
Esta rifa es una ceremonia medio profana medio santa que el
autor introduce en las costumbres de Guadix, sobre lo cual hemos de hacerle la
gracia de creerle bajo su palabra. Allí se subasta todo, según dice el señor
Alarcón, hasta el baile, y el precio de lo subastado entra como limosna en las
arcas de la cofradía del divino Niño. Manuel acudió un año a la rifa, decidido
a bailar con Soledad, que también había ido allá con su padre.
-Cien reales por bailar con aquella señora-dijo Manuel
señalando a su amada.
-Mil reales porque no baile-repuso el padre de la niña.
-Cien duros por bailar-replicó Manuel.
-Ciento diez porque no-contrarreplicó el usurero.
Y después de varios dimes y diretes, Caifás ofreció 2.000 duros por llevarse a su hija para casa sin que
bailara con Venegas, como así lo hizo en efecto (el llevarse a su hija, que no
el pagar los 2.000 duros), y dijo además que el dinero que ofrecía Venegas no
era suyo sino que aún se lo estaba debiendo, puesto que, como todo el mundo
sabía, D. Rodrigo le debía tres millones y no había cobrado de ellos más que
dos que valían las fincas.
Esta acusación miserable, hecha ante un pueblo que sabía
perfectamente los antecedentes del usurero y la historia de su crédito contra
D. Rodrigo y el hidalgo proceder de este, ante un pueblo que sabía que el
usurero, lejos de haber perdido un millón con D. Rodrigo, se había cobrado
mucho más de millón y medio de sobra, parecía natural que no produjera más
efecto que ahondar el odio y el desprecio de todos contra el que tenía el
triste valor de lanzarla.
Pero el Sr. Alarcón arregla las cosas de otra manera: el
pueblo, que adoraba a Manuel y a su difunto padre D. Rodrigo, parece dar la
razón al usurero, y Manuel por estas causas decide incontinenti marcharse a las Indias a buscar el millón que debe a Caifás y otros cuantos para
hacerse dueño de la Dolorosa.
Se está por allá ocho años sin escribir, y entre tanto la Dolorosa, que le quería mucho, se casa
con otro, un tal Antonio Arregui, porque su conciencia, arreglada por el señor
Alarcón, no la permite desobedecer a su padre que se lo manda.
De suerte que cuando El
niño de la Bola torna de allende los mares cargado de dinero, en víspera de
otra rifa precisamente, encuentra a Soledad casada y hasta madre de familia.
Y aquí es ella.
El señor cura emplea todo el poco discurso que el Sr.
Alarcón ha tenido la bondad de concederle, en persuadir a su ahijado Manuel que
se vuelva por donde vino, y sostiene que él a este propósito grandes
altercados. Por ellos se sabe que Manuel dejó la fe por allá, mientras
acaparaba el dinero, lo cual es muy natural, porque, para enriquecerse, la fe
no puede servir más que de estorbo.
Pero lo que no es tan natural ni mucho menos es que Manuel,
que estaba decidido a matar a Antonio Arregui, a su hijo y a todo el género
humano que entre él y Soledad se interpusiera; Manuel, que ya no tiene fe ni
por consiguiente más norma de vida que sus pasiones salvajes, sólo con escuchar
los discursos de un cura tonto, le cuelga todas sus alhajas al Niño Jesús, en
quien ya no cree, renuncia a su venganza y a su amor, y se marcha de la ciudad
como un cordero.
¡Para que se diga que ya no hay milagros! No los hará Dios
si la moderna ciencia no se lo consiente, y por de pronto en el libro del señor
Alarcón ya parece darse a entender que no los hace el Niño Jesús; pero lo que
es el señor Alarcón, los hace.
La salida inverosímil de Manuel Venegas renunciando en un
abrir y cerrar de ojos a todos sus
proyectos de muchos años, es un milagro patente; y puesto que el señor Alarcón
no quiere que este milagro se atribuya al Niño Jesús, y ha ordenado las cosas
de modo que cualquiera se pudiera reír del que intentara atribuir al Niño Jesús
este milagro, no hay más remedio que colgársele al señor Alarcón, gústele o no
le guste.
Lo que hay es que el milagro dura poco, porque Manuel se
marcha por la mañana y a la tarde ya está de vuelta; si bien esto no quita para
que el señor Alarcón, que obró un milagro para hacerle marchar, tenga que obrar
casi otro milagro para traerle.
Antes convirtió, como si dijéramos, el agua en vino, y ahora
va a convertir el vino en agua: antes hizo de un lobo, de un chacal, de un
tigre un manso cordero, y ahora va a
hacer de una tímida gacela o de una casta paloma una jabalina, una hiena, una
furia del infierno.
Porque es de saber que aquella Soledad tan buena y tan
hermosa en todo el libro, la que por su modestia exterior, fiel reflejo de su
interior piedad, mereció ser por el
vulgo comparada a la Virgen de los Dolores, y llamada La Dolorosa; la que por sus virtudes y buenas obras hacía casi
olvidar las fechorías de su padre, la niña juiciosa que, según cuenta don Pedro
Antonio, sacrificó su gusto en asunto tan grave como el de contraer matrimonio
por no desobedecer ni disgustar siquiera al autor de sus días, ahora que es ya
esposa de un hombre honrado y madre de
un hermoso niño, por solo haber visto a Manuel Venegas el semisalvaje que ha
venido de la India salvaje del todo,
olvida todos sus deberes cristianos y sociales y escribe a Manuel una carta que
no la escribiría peor una ramera, ofreciéndole su propia deshonra, y
convidándole y alentándole de la manera más desvergonzada al adulterio.
El señor Alarcón se encarga de hacer llegar esta carta a
manos del fugitivo milagroso y el fugitivo se vuelve y, corriendo a campo
traviesa por los trigos de Dios, logra presentarse aquella misma tarde en la
rifa.
Soledad estaba allí; la daba el corazón que había de volver
su amante.
Llegar este y comenzar a ofrecer dinero por bailar con ella,
todo fue uno.
El marido de Soledad ahora, como su padre hace ocho años,
trata de impedirlo con dinero, pero Manuel es ahora mucho más rico que entonces
y no hay manera posible de estorbar que baile, porque, como dice el libro con
cierta pretensión de hacer gracia, “el Niño Jesús no podía perder aquel dinero”.
El resultado es que Manuel baila con Soledad, y al concluir de bailar, siguiendo la general costumbre, la abraza, dándola un abrazo tan fuerte que la espachurra ¡vaya un amor! como a la uva en el lagar; y en esto Antonio Arregui, el marido de Soledad, que ve a esta echar sangre por la boca y por los oídos, coge de los pies de la imagen el mismo puñal de mango de oro que el indiano había comprado allá para matarle (antes de saber que existía, por supuesto), y le hunde en el corazón de Manuel Venegas.
Tableau, que dicen los franceses.
Y aquí da fin el romance,
Perdonad sus muchas faltas.
Que de verdad son muchas, como el atento lector habrá ido notando.
Y eso que ni la quinta parte de las que tiene el libro he podido dar a conocer en esta breve reseña; pues para darlas a conocer todas, era preciso hacer otro libro mayor, y aun así no se conocerían tan bien como leyendo El Niño de la Bola, cosa que Dios me libre de aconsejar a nadie.
Aquí debiera concluir porque se va haciendo el artículo demasiado largo; pero he prometido decir algo del cura que pinta el señor Alarcón, y voy a decir cuatro palabras de ese sacerdote a quien de seguro ningún obispo, a no ser el señor Alarcón, se hubiera atrevido a ordenar in sacris.
Si pudiera yo suponer al señor Alarcón capaza de mala fe, y de dañado propósito, diría que era imposible intención más dañina; pero no creyéndole capaz de esas cosas, tengo que decir que es imposible mayor ignorancia de la Religión, de la disciplina de la Iglesia, de las costumbres del clero, mayor desconocimiento, en una palabra, de lo que se trae entre manos.
Ha dicho que el cura que pinta el señor Alarcón, con la misma facultad de pintar como querer con que el otro pintó a un león vencido por un hombre, es tonto de remate, y pocos rasgos bastarán para probarlo.
En primer lugar, el cura del señor Alarcón no tiene opinión política; es decir, que lo mismo le da que derriben las iglesias como que las levantes; porque ya nadie duda, a no ser acaso el señor Alarcón, que la política levanta y derriba los templos. Dicho se está con esto que el cura del señor Alarcón (y además este lo dice) no tenía nada de ultramontano.
Tampoco tenía ni ribetes de filosofía, y "lo mismo que servía para cura de Santa María de la Cabeza (ahora viene lo bueno) y como tal derramaba muchos bienes morales y materiales, hubiera servido para sacerdote hebreo o mahometano, protestante o chino, con gran respeto y edificación de tales gentes..."
No tengo valor para seguir adelante.
Del estilo de la obra también habría mucho que hablar; pero después de haber encontrado defectos tan graves en el cuerpo, detenerse a contar las manchas y los rasgones de la ropa, fueran nimiedad sin disculpa. Baste saber que el señor Alarcón, que nunca ha sido modelo en materia de buen decir, escribe ahora, desde que es académico, mucho peor que en sus verdes abriles: se ha hecho amanerado, sistemático en el uso de locuciones de mal gusto, y por el afán de parecer gracioso, salpica su prosa de paréntesis hasta el extremo de hacerla insoportable.
Tal es el desventurado libro que se llama El Niño de la Bola, rótulo estrambótico o epitafio bajo el cual, a mi entender, ha enterrado el señor Alarcón su estimable reputación literaria.
Tableau, que dicen los franceses.
Y aquí da fin el romance,
Perdonad sus muchas faltas.
Que de verdad son muchas, como el atento lector habrá ido notando.
Y eso que ni la quinta parte de las que tiene el libro he podido dar a conocer en esta breve reseña; pues para darlas a conocer todas, era preciso hacer otro libro mayor, y aun así no se conocerían tan bien como leyendo El Niño de la Bola, cosa que Dios me libre de aconsejar a nadie.
Aquí debiera concluir porque se va haciendo el artículo demasiado largo; pero he prometido decir algo del cura que pinta el señor Alarcón, y voy a decir cuatro palabras de ese sacerdote a quien de seguro ningún obispo, a no ser el señor Alarcón, se hubiera atrevido a ordenar in sacris.
Si pudiera yo suponer al señor Alarcón capaza de mala fe, y de dañado propósito, diría que era imposible intención más dañina; pero no creyéndole capaz de esas cosas, tengo que decir que es imposible mayor ignorancia de la Religión, de la disciplina de la Iglesia, de las costumbres del clero, mayor desconocimiento, en una palabra, de lo que se trae entre manos.
Ha dicho que el cura que pinta el señor Alarcón, con la misma facultad de pintar como querer con que el otro pintó a un león vencido por un hombre, es tonto de remate, y pocos rasgos bastarán para probarlo.
En primer lugar, el cura del señor Alarcón no tiene opinión política; es decir, que lo mismo le da que derriben las iglesias como que las levantes; porque ya nadie duda, a no ser acaso el señor Alarcón, que la política levanta y derriba los templos. Dicho se está con esto que el cura del señor Alarcón (y además este lo dice) no tenía nada de ultramontano.
Tampoco tenía ni ribetes de filosofía, y "lo mismo que servía para cura de Santa María de la Cabeza (ahora viene lo bueno) y como tal derramaba muchos bienes morales y materiales, hubiera servido para sacerdote hebreo o mahometano, protestante o chino, con gran respeto y edificación de tales gentes..."
No tengo valor para seguir adelante.
Del estilo de la obra también habría mucho que hablar; pero después de haber encontrado defectos tan graves en el cuerpo, detenerse a contar las manchas y los rasgones de la ropa, fueran nimiedad sin disculpa. Baste saber que el señor Alarcón, que nunca ha sido modelo en materia de buen decir, escribe ahora, desde que es académico, mucho peor que en sus verdes abriles: se ha hecho amanerado, sistemático en el uso de locuciones de mal gusto, y por el afán de parecer gracioso, salpica su prosa de paréntesis hasta el extremo de hacerla insoportable.
Tal es el desventurado libro que se llama El Niño de la Bola, rótulo estrambótico o epitafio bajo el cual, a mi entender, ha enterrado el señor Alarcón su estimable reputación literaria.
Comentarios
Publicar un comentario